Una extraordinaria aventura en las sombras y otros relatos fantásticos

James Clarence Mangan (1803-1849), poeta, ensayista, traductor y cuentista irlandés, tuvo una vida breve y desgraciada, regada de alcohol y láudano, que lo convirtió en un autor maldito al que la crítica considera «el Poe irlandés», tanto por su vida melancólica como por su obra visionaria e innovadora. Escribió mucho y de manera dispersa en innumerables folletos, revistas y periódicos irlandeses apoyando en muchas ocasiones la causa nacionalista, aunque apenas ganaba para vivir y no vio publicado un solo libro suyo en vida. Un día de junio de 1849 fue encontrado por unos amigos agonizante en un edificio abandonado de Dublín. Murió días después, cuatro meses antes de la muerte de Poe. Para Chesterton, Mangan es «el más grande de los modernos maestros irlandeses de literatura» y su descarnada figura envuelta en un tieso capote azul, cubiertos sus cabellos canos con un sombrero raído y con un eterno paraguas en la mano, quedará para siempre grabada en la memoria de la ciudad de Dublín. La fe de Mangan en el mundo espiritual, pleno de visiones, y su afición a las historias de fantasmas, así como su fino humor y escepticismo impregnan las historias reunidas en este volumen, entre las que destacan Las treinta redomas, relato que parece haber inspirado el análisis de asociación psicológica de Los crímenes de la calle Morgue de Poe, Una aventura extraordinaria en las sombras, en el que se encuentra un antecedente del diálogo interior característico del Ulises de Joyce y Una dosis de sesenta gotas de láudano, auténtico prontuario de su credo estético, ético y hasta literario.

ANTICIPO:
EL PATÁN DELABRIGO GRIS

(The Churl in the Grey Coat)

Cierto día, el Juego limpio y el juego sucio confluyeron en Bineadar teniendo por protagonista al séptimo batallón ordinario de los Fenians de Erinn, tan extraordinarios. Pasaba el día cuando desde los altos acantilados, bajo los que se abría inabarcable el mar, se vio un bajel precioso que salvaba con enorme belleza las grandes olas que lo batían llevadas por el viento del este. Cuando el hermoso velero atracó al fin en la costa y descendió a tierra su tripulación, los Fenians de Erinn que observaban la maniobra comenzaron a hacer comentarios de carácter diverso acerca de los hombres que desembarcaban, pero, para su sorpresa, vieron que del barco bajaba también, el último, un guerrero que pareció enseñorearse de la playa. Tenía, toda la hermosa prestancia de los héroes. Alto y fuerte, su cuerpo era el de los legendarios campeones de las justas, codo un precioso ejemplar de la especie humana. Su impedimenta, claro está, era también la propia de los héroes: una armadura luminosa, con su casco de combate que de can grande sugería la ocultación de una noble y digna cabeza. De su cintura, a la izquierda, pendía una gran espada. Y una pequeña capa de color púrpura, al viento, aleteaba y caía sobre sus hombros. Tal jefe pronto se dirigió a Finn Mac Cumhaill, el hombre que capitaneaba a los Fenians de Erinn que habían sido testigos de su llegada. Finn, el rey de los Fenians, recibió corees al hombre que parecía un héroe legendario y le preguntó lo siguiente:

—¿Desde qué parte del mundo vienes, joven guerrero? ¿A cuál de las razas de hombres que pueblan el universo, noble o innoble raza, perteneces? ¿Quién eres?

—Soy —respondió el extraño— Ironbones, hijo del rey de Thessaly, y tanto como he viajado por el mundo, desde el ya lejano día de mi partida desde mi tierra, en todas partes por las

que fui, país, península o isla, siempre puse mi espada y mi brazo al servicio de las causas más nobles. Eso quiero hacer también aquí, combatiendo con los muy nobles y valientes que forman el extraordinario batallón de los Fenians de Erinn. Por eso he viajado hasta vuestras costas, ¡oh, rey!

Se adelantó entonces Conan el Calvo y dijo:

—De veras, amigo mío, que lo que dices me parece una tontería, una empresa estúpida… Por mucho que vivas, y tarde por ello en visitarte la muerte, jamás conseguirás lo que te propones lo que según tú te ha llevado a navegar hasta nuestra tierra. Te lo digo así porque, desde la noche de los tiempos, ningún hombre ha oído hablar de un héroe o un campeón de justas que haya pretendido siquiera venir a Irlanda desde el más remoto confín para librar el mismo combate que libramos nosotros.

Pero replicó Ironbones:

—Prefiero no hacer mucho caso de lo que dices, Conan, porque si todos los héroes fenianos que han muerto en los últimos siete años revivieran y pudiesen participar de nuevo en el combate, seguro que apreciarían mí sincera amistad y e! ofrecimiento que hago de mi espada, pues codos ellos comprobaron cuan fácilmente se puede morir en una mala hora… Quiero proponer a vuestros guerreros un simple juego amistoso. Os reto a todos, nobilísimos guerreros, a que encontréis entre los vuestros a un hombre que pueda derrotarme en una carrera, en la lucha cuerpo a cuerpo o en el combate a espada. Si lo halláis, me marcharé sin decir una sola palabra, arribaré a mi tierra y nunca osaré viajar de nuevo hasta vuestras costas. Pero si gano yo, la tierra de Irlanda y su corona pasarán a ser posesión de mi buen padre el rey de Thessaly, y si me ofrecéis resistencia no me quedará más remedio que el muy doloroso de arrasaros.

—Bien—dijo Finn—. ¿En cuál de esos tres juegos que acabas de mencionar prefieres que se haga la apuesta?

Respondió Ironbones:

—Si encuentras entre tus hombres a uno que sea capaz de correr más velozmente que yo, volveré a mi tierra apenas haya concluido la prueba.

—Ocurre —dijo Finn— que nuestro hombre más rápido y liviano, Caoilte Mac Ronan, no se encuentra ahora mismo aquí, por lo que no puede medir su velocidad con la tuya. Sugiero, sin embargo, que mientras voy a Tara of the Kings en busca de Caoilte Mac Ronan, y espero tener la suerte de encontrarlo, te quedes

con nosotros y nos conozcas y nos conozcamos, pues el trato y la conversación es lo que más nos place… Claro que, si no encuentro a Caoilte en Tara, seguro que doy con él en Ceis-Corann of the Fenii, aunque entonces tardaré más en regresar. Pero descuida, que tendré el placer de presentaros.

Ironbones se mostró de acuerdo con lo que le propuso el rey de los Fenians de Erinn. Finn puso rumbo de inmediato hacia Tara of the Kings, en busca de Caoilte. Pero aún no llevaba más que unas pocas leguas recorridas cuando se perdió, en buena parte a causa de la espesa neblina, y se vio en un bosque muy cerrado lejos del sendero por el que iba. Y lo cierto es que se perdió a causa de la neblina, a la que estaba muy acostumbrado, al huir de un gigante muy feo que le salió al paso. Un gigante que se cubría con un abrigo gris que le llegaba a los pies, por lo que iba recogiendo barro de tal manera que, al dar un paso el gigante, de tan pesado el abrigo golpeaba en sus piernas con violencia tal que levantaba un ruido semejante al que harían un sinfín de hombres cavando con palas. Y cada una de las dos piernas sobre las que se sostenía tan espantoso e infame gigante era del tamaño del palo mayor del más grande de los barcos. Y cada uno de los zapatos con que se calzaba era como un bote de pescadores, por lo que cuando levantaba uno de aquellos zapatos para dar un paso, y lo dejaba caer después, se salpicaba de agua y de barro el cuerpo entero, tal era la violencia de su pisada.

Finn, aterrorizado y a la vez fascinado ante la presencia de can horrible monstruo, siguió a través del bosque tratando de orientarse y de encontrar de nuevo el camino por el que iba pero oyó sus pasos el gigante, volvió sobre los suyos y se plantó ante el rey de los Fenians de Erinn. Finn ya no podía escapar por lo que decidió tener unas palabras con el monstruo.

Sin embargo, el primero en hablar fue el gigante:

—¿Qué se te ha perdido por aquí, Finn Mac Cumhaill? —dijo—. ¿Qué puede haber hecho que decidas viajar, y cuan lejos pretendes ir este día?

—¡Oh! —se sorprendió Finn—, sabes quién soy… Bueno, mis problemas son tales, y tan grande la ansiedad que me crean, que no sabría darte cuenta de ellos de manera resumida… Pero aquí estoy, intentando solucionar lo que me crea inquietud, una inquietud que me ha echado a los caminos… Creo que sería mejor para ambos que me dejaras seguir sin importunarme, sin preguntarme nada más.

Pero el gigante no pareció muy complacido con aquellas palabras del rey de los Fenians de Erinn.

—¡Oh, Finn!—dijo sarcástico—, no es necesario que me digas qué pretendes hacer; guarda tus secretos si quieres, pero tu silencio no hará que te libres de mí. Estás perdido y sólo yo puedo llevarte al sendero por el que ibas… No creo que tardes mucho en contarme todo lo que quiero saber.

Finn, considerando el tamaño del gigante y la rudeza de sus ademanes, y considerando igualmente que sería mejor no provocarle, comenzó a decirle lo que ya se ha contado a propósito

de los Fenians de Erinn y el guerrero llegado por mar.

—Te hago saber —dijo Finn— que a la hora del meridiano de este día desembarcó en Bineadar el gran Ironbones, el hijo del rey de Thessaly, para ofrecernos su espada y su brazo en el combate que libramos, pero con la condición de que, si resultamos victoriosos, la corona de Irlanda, y toda nuestra cierra, pasen a ser posesión de su tierra, cosa que, si no se lo consienten los irlandeses, le obligará a sembrar la muerte y la destrucción entre nosotros… Sí, créeme, sembrará la muerte y la destrucción,

indiscriminadamente, entre los más viejos de nuestros héroes y entre los más jóvenes… Pero nos ha ofrecido un trato: si hallamos a un hombre de los nuestros capaz de ganarle en una carrera, se irá sin decir una palabra y nunca volverá a tocar tierra en nuestras costas… Eso es todo. No tengo más que contarte—concluyó Finn.

—¿Y a quién vas a enfrentar al guerrero real? —preguntó el gigante—. Sé quién es, sé que es muy fuerce, invencible… Su brazo conquista lo que se proponga.

—Por eso quería dirigirme a Tara of the Kings, a ver si encuentro a Caoilte Mac Roñan, y si no doy con él allí, tendré que seguir viaje hasta Ceis-Corann of the Fenii, donde seguro

que estará, para pedirle que venga conmigo y rete a ese héroe.

—¡Bah! ¡Pero si ese Caoilte es un tipo enclenque! —protestó el gigante—. Ya puedes ir despidiéndote de tu independencia y de la corona de Irlanda sí lo enfrentas al hijo del rey, un campeón… Si todo depende de Caoilte Mac Roñan, pronto serás un hombre sin país.

—No estoy de acuerdo contigo, y lamento que digas eso de Caoilte… No tengo más que decir —replicó Finn.

—No hace falta que digas nada más —contestó el gigante—. Sólo debes hacer una cosa: acéptame como contrincante de ese guerrero real… Estoy convencido de que puedo salvarte.

—¡Ah! —exclamó Finn, atónito ante la propuesta del monstruo—. La verdad es que viendo el abrigo que arrastras, y lo alto y fuerte que eres, ganas me dan de decirte que te acepto como nuestro campeón, pero no creo que con esos zapatos puedas ser tan ágil y veloz como para ganar corriendo al guerrero Ironbones.

—Cree lo que te venga en gana —dijo el gigante—, pero te aseguro que si yo no soy capaz de presentar batalla, en la manera

que se tercie, a ese héroe, nadie en Irlanda podrá hacerlo… Creo que no tienes más remedio, Finn Mac Cumhaill, que considerarme tu hombre, el que te ha de librar del peligro que te acecha.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Finn.

—Bodach-an-Chota-Lachtna (el patán del abrigo gris) —respondió el gigante.

—Bien, entonces—dijo Finn—ven conmigo.

Finn regresó junto a los suyos acompañado de Bodach; no es preciso que hablemos del trecho que recorrieron, sino de su llegada a Bineadar.

Allí, cuando los fenianos vieron a Bodach con su abrigo, se sorprendieron, naturalmente; nunca antes habían visto a un ser como aquél; pero no dejó de resultarles grata una presencia imponente como la del gigante a su lado y en tan crítico momento.

Ironbones se limitó a acercarse a Finn para preguntarle si era aquel monstruo el hombre con quien dirimiría cuál de ellos era más veloz. Finn le dijo que sí y los presentó. Pero en cuanto

Ironbones vio de cerca la cara de Bodach quedó tan estupefacto

—;De veras esperas —dijo— que me enfrente a un ser tan indigno, feo, vulgar, un auténtico patán, como lo es Bodach? ¡Mi honor no lo puede consentir! —y se alejó de Bodach a grandes zancadas.

Cuando Bodach oyó aquellas palabras, estalló en una risa tremenda, rotunda, imparable.

—Ven aquí, Ironbones —dijo—, te aseguro que no soy el tipo de persona que crees… Lo comprobarás muy pronto, pero antes —prosiguió— quiero que me digas cuál es el lugar donde correremos y cuál la distancia que habremos de correr. Prometo que jugaré con limpieza; y claro está, si llegas tú antes que yo, pues habrás

ganado y reconoceré tu victoria, felicitándote. Eso no quiere decir, por supuesto, que no esté seguro de que voy a ganarte.

—Reconozco que hablas con sentido común —dijo Ironbones, más tranquilo—, pero me da igual el lugar donde corramos; en lo que a la distancia se refiere, me parece que con treinta

millas será suficiente.

—Bien —dijo Bodach—, me doy por satisfecho con tu respuesta. Hay treinta millas entre Bineadar y Mount Loocra in Munster; el terreno es bueno para ambos, podremos correr perfectamente, sin ventajas ni para ti ni para mí.

Ironbones dijo que estaba de acuerdo.

—No obstante —siguió diciendo Bodach—, y puesto que eres extranjero en esta tierra, me parece justo que conozcas antes el recorrido, por lo cual re propongo que salgamos juncos para hacerlo, en dirección sur, hacia Mount Loocra a la caída de la tarde, pues será allí donde iniciemos mañana la carrera. Podrás comprobar cómo se pisa en la hierba y en el baldío.

Accedió igualmente Ironbones a lo que le proponía e! gigante y quienes habrían de competir al día siguiente partieron juntos, haciendo e! recorrido hasta Mount Loocra in Munster, sin

detenerse. Tan pronto como hubieron llegado, Bodach propuso al guerrero Ironbones que, a fin de no pasar la noche a la intemperie, levantaran una cabaña en el bosque.

—De no hacerlo, ¡oh, tú, noble hijo del rey de Thessaly! mucho me temo que amanezcamos completamente ateridos, lo que sin duda nos hará mucho más difícil competir luego —dijo

Bodach—. En estas colinas el viento sopla espantosamente frío por las noches.

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