Y pese a todo…

Durante el mandato del presidente Obama, Estados Unidos tiene constancia de que Irán va a cometer un ataque contra sus bases en territorio aliado. Ante la estupefacción del mundo entero le declara la guerra. Rusia y China se alían con Irán; Gran Bretaña e Israel con los americanos y, así, país por país, todos toman parte en la 3ª Guerra Mundial.
En pleno enfrentamiento, y ante la devastación que producen las armas nucleares, los rivales deciden utilizar las armas químicas, más baratas y más fáciles de fabricar. Se crean nuevas cepas de virus ya existentes, utilizando el ADN recombinante y extinguiendo así a casi toda la población mundial. 
En la ciudad de Bangor, Maine, sólo han sobrevivido tres personas. Peter, su pequeña hija y Patrick Sthendall, su odiado vecino. En una población totalmente nevada, gobernada por temperaturas que bajan de los diez grados bajo cero, los dos hombres se enfrentarán a algo más que al odio que sienten el uno hacia el otro. Unos visitantes con los que no contaban…

ANTICIPO:

4

Palpó la cama para abrazar a su hija. Cuando un Peter asus­tado abrió los ojos, Ketty no estaba y su lado de la cama per­manecía frío. Se levantó de un respingo y aplastó su frente contra la ventana de la habitación que daba a la calle para ver si la niña estaba fuera, en el jardín. Aún no había comenzado a nevar y la visibilidad era buena. Observó antes de que se em­pañara el cristal por el vaho de su respiración que la niña no se encontraba allí y se sintió levemente aliviado. Ni siquiera se percató de que Patrick, ajeno a su preocupación, daba paladas en su propiedad.
— Ketty? — preguntó levantando la voz.
Silencio, sólo un zumbido en los oídos. Conocía ese zumbido: era la tensión. Su pulso se aceleró y el estómago se le contrajo.
— Ketty? —repitió aún más alto. Se dirigió con paso rápido hacia las escaleras que conducían a la planta baja de la casa.
— ¡Aquí abajo, papi! —la oyó contestar con tono risueño des­de el salón.
Peter se detuvo y apoyó la cabeza en el marco de la puerta. «Es una buena niña —se dijo —. Ella no haría ninguna tontería.» Suspiró aliviado y pasó una y otra vez sus ásperas manos por su rostro, por sus ojos. Desde que todo empezara, siempre estaba en tensión. Bastaba con que Ketty se entretuviera cinco minu­tos en el baño para que él aporreara la puerta violentamente, con el corazón alterado preguntándose si se encontraba bien.
No podía evitarlo. No concebía que hubiera días en los que no se produjera ningún ataque, pero así era. Muchos meses habían transcurrido desde la última vez que los soldados acu­dieron a Maine para ayudar en las evacuaciones, desde que las alarmas sonaron por última vez para advertir de un ataque aé­reo o marítimo o anunciar un toque de queda. Muchos meses desde que había visto a una persona con vida que no fuese su hija, o su vecino.
Jamás creyó que todo cambiase tanto como para llegar a ese punto. Cuando se rumoreaba que Estados Unidos atacaría a Irán, le pareció una broma de mal gusto. El presidente Obama siempre había sido un hombre de paz, no de guerra. Si hasta le habían concedido el Nobel de la paz. Pero al parecer el pri­mer presidente negro de la historia se había visto obligado a declarar la guerra porque los últimos informes del Pentágono afirmaban que Irán había enriquecido uranio en plantas subte­rráneas secretas y se preparaba para atacar a los Estados Uni­dos de América y a sus aliados.
Pero aun así, Peter no creyó los rumores hasta que se convir­tieron en noticia de primera plana mundial. Todos los canales de televisión anunciaron el inicio de los ataques; los periódicos tardaron el mismo tiempo en hacerse eco de la noticia, y por último, el presidente, en rueda de prensa en la Casa Blanca, informó de que se le declaraba la guerra a Irán, miembro del «eje del mal». Una guerra preventiva… como tantas otras.
Todas las naciones del mundo se quedaron boquiabiertas e incrédulas porque se sabía lo que aquello significaba. Irán tenía aliados poderosos.
Rusia no pudo mantenerse al margen: las presiones de su alia­do estratégico Irán provocaron el ultimátum del país. Si Estados Unidos no ponía fin a la guerra de inmediato, Rusia interven­dría. El mundo puso el grito en el cielo, ya que tanto la antigua Unión Soviética como Estados Unidos contaban con armamen­to nuclear. De hecho, Irán tenía ya en su poder dos misiles nu­cleares proporcionados por Rusia, que le había suministrado los códigos y mecanismos para usarlos. Si Israel, aliado de Estados Unidos, atacaba su país, a Irán no le temblaría el pulso.
Gran Bretaña saltó a la palestra declarando también la gue­rra a Rusia si entraban en conflicto con su aliado, Estados Uni­
dos. China y Cuba se aliaron a Rusia e Irán… Y así fue como casi todos los países del mundo eligieron bando mientras co­menzaban los primeros ataques por parte de Estados Unidos a Teherán.
Los que no intervenían en la guerra mundial, que eran po­cos, aprovecharon para declarar guerras civiles. Sobre todo en los países de África, donde se produjeron muchísimas revuel­tas y conflictos.
El mundo tocaba a su fin.
La Convención de Armas Químicas de Ginebra se fue al ga­rete; tampoco nadie temía ya al Tribunal de La Haya y sus derechos humanos. Pronto se descubrió que una guerra nu­clear era demasiado cara para los contendientes, además de destructiva, mientras que las armas químicas podían prepa­rarse en cualquier laboratorio clandestino de cinco por cinco metros con el mínimo coste e idénticos efectos. Por eso se la denominó «la bomba nuclear del pobre». Y aunque se usaron algunas bombas nucleares, la contienda pronto fue conocida como la «guerra biológica».
Sólo que, según los científicos, no pasaría a los anales de la historia jamás, simplemente porque no quedaría nadie para contarla.
La revolución había llegado años atrás con las «armas de diseño» de ADN recombinante. Las nuevas tecnologías permi­tieron crear nuevos genes programados en microorganismos infecciosos para aumentar así su resistencia a los antibióticos y su virulencia y alargar su permanencia en el medio ambiente, que era el principal escollo que había que salvar.
Todo ello llevó a la creación de nuevas cepas —llamadas «súper»— de agentes biológicos convencionales como el án­trax, la viruela o la gripe Q, aunque durante la guerra ambos bandos usaron todos los habidos y por haber: virus como los de la encefalitis equina oriental, la enfermedad de Margburg o la fiebre amarilla o bacterias como la del cólera, el muermo, la enfermedad del legionario o la peste pulmonar fueron espar­cidos mediante aerosoles, regando miles y miles de kilómetros de superficies pobladas.
Uno de los ataques más graves infligidos al principio de la guerra lo sufrió Nueva York. Un avión enemigo no detectado por los radares y proveniente de Cuba roció parte de la ciudad antes de ser abatido, liberó noventa kilos de esporas de supe- rántrax y provocó la muerte de tres millones de personas.
Pero aquello fue sólo el principio. Durante la guerra todo valía, hasta las más monstruosas armas genéticas o el agrote- rrorismo, para dejar inservibles los cultivos del enemigo y la ganadería y provocar el hambre…
Los tiempos en que la peste bubónica hacía estragos habían vuelto, sólo que en condiciones más devastadoras para el ser humano.
Peter se lavó la cara con jabón y el agua fría de una palanga­na. No quería pensar más en aquello.
—Aquellos seres… — dijo sintiendo un escalofrío al recordar.
Él había sobrevivido, y su hija también, y eso era lo impor­tante en aquellos momentos. Tenía una responsabilidad para con Helen: sacar adelante a Ketty. Aunque la existencia hubie­ra dejado de tener razón de ser para la humanidad, aunque cada día fuese un suplicio no saber qué demonios había pasa­do con el resto del mundo, él tenía un deber, y quizá eso era lo único que le mantenía cuerdo.
Bajó al salón en vaqueros abrochándose una camisa a cua­dros de franela. Su hija, aún en pijama, jugaba con un par de muñecas rubias como ella pero semidestrozadas y con varios miembros amputados. La levantó en vilo y la besó.
— Cuando te despiertes, me llamas — regañó dándole un to- quecito en la nariz con el dedo —, no bajes sola. Sabes que no me gusta y me preocupo. Y ni se te ocurra salir al jardín sin mí.
Ella no contestó, siguió jugando y dialogando con las muñe­cas. Peter se dirigió a la cocina. Abrió una alacena y sacó galle­tas saladas; no quedaban muchas. Habían tenido que prescin­dir de la leche, pero no de su variante «Leche en polvo Happy Milk, la mejor de todo Maine», así que calentó en la hornilla de gas agua y preparó leche para los dos.
— ¡El vecino está en su jardín! —exclamó la niña a su espalda.
Peter se detuvo un instante, no contestó y siguió preparan­do el desayuno.

5

Con temperaturas de —10 °C, trabajar se hacía harto dificulto­so por la falta de oxígeno. Patrick comentó en cierta ocasión a un amigo que con esas temperaturas sacarte un moco conge­lado de la nariz te podía rajar la napia en dos. Era tan gracioso como cierto.
Le había costado un par de horas y un ligero tembleque en los brazos dejar el jardín casi limpio de nieve, aunque agra­deció el ejercicio físico para conseguir que la sangre circulase por todas las partes de su cuerpo. Estaba seguro de que a lo largo del día volvería a nevar, pero no le importaba. Aquello era un trabajo que debía hacer para cuidarse y también para mantener la casa infranqueable. Le provocaba desazón vivir como si se encontrara en la jaula de un zoológico, pero aquella cerca y aquella alambrada inexpugnables eran lo único que le separaba de algún posible peligro.
Ráfagas de aire helado azotaron su erosionado rostro mien­tras escudriñaba la alambrada en busca de algún desperfec­to. Recordó que la noche anterior le habían despertado ruidos extraños y que con toda probabilidad encontraría algo que le llamara la atención. Algo que le diera una pista sobre la iden­tidad de su visitante nocturno.
Fue el perro el que le orientó con su olfato y unos ladridos. Al final del jardín, junto al muro de metro y medio que daba a la calle, Doggy se había detenido y escarbaba con las pezuñas mientras gruñía. Patrick había puesto encima del muro unos postes anclados con hormigón que le permitieron levantar la alambrada casi dos metros más, así que toda la casa quedaba vallada a tres metros y medio de altura; eso sin contar la al­tura extra del alambre rizado de púas que coronaba el cerca­do, suficiente para que ninguna alimaña, persona o algo peor pudiera trepar, atravesar o —debido al grosor del alambre — mucho menos cortar.
Agarró la escopeta que descansaba en el porche y la llave para los candados de la puerta. Ésta, rectangular, negra y alar­gada, no era muy alta, y se activaba mediante un resorte de muelle. Odiaba las puertas electrónicas, así que mandó cam­biar la anterior por ésta, cuando aún había gente que se dedi­caba a ese tipo de cosas. También había colocado la alambrada por encima de ella.
Lo que vio fuera lo dejó estupefacto. Habían intentado cavar un túnel para pasar por debajo del muro y acceder a la propie­dad. Lógicamente, el suelo de roca metamórfica había hecho im­posible la tarea, pero, aun así, observó el enorme agujero practi­cado entre los trozos de piedra. Sin duda, aquel animal, fuese el que fuese, gozaba de una fuerza colosal. Pensó que habría sido un oso negro con toda probabilidad. Hacía… siglos? que no se veía ninguno por la zona, desde antes de la guerra y no en mu­chas ocasiones. Pero no descartaba que aún vagasen en busca de comida por los bosques de coniferas que poblaban el ochenta por ciento del estado de Maine y que cercaban Bangor, empuján­dolo hacia el río. No era extraño que de vez en cuando se aden­traran en zonas urbanas alejadas de la ciudad, como aquella ur­banización, y que el sheriff Durham y sus chicos tuvieran que hacer acopio de su talento y paciencia para evitar que se colasen en alguna casa o atacaran a alguien antes de que llegase el viejo David Stratham, el veterinario, y lo abatiese con su escopeta de dardos tranquilizantes para sacarlo de la ciudad.
Volvió a tapar aquel agujero empujando con el pie la tierra y los trozos de piedra. Entró en su propiedad, cerró la puer­ta con los candados, fue al sótano, cogió cemento de un saco de treinta kilos que guardaba allí y lo preparó. Quince minu­tos después se encontraba de nuevo agachado en el agujero y cubriéndolo todo con la mezcla. Si aquel oso quería volver a retomar la faena donde la había dejado, sin duda se encontra­ría con una sorpresa poco grata. Mientras volvía a entrar en su feudo, se preguntó qué habría llamado la atención del oso para que quisiese acceder precisamente a su casa y no a otra.
— Nos habrá olido a nosotros, no, Doggy? —preguntó — . Yo tendré que dejar de usar Hugo Boss y tú Carolina Herrera for Women.
El husky siberiano giró la cabeza cuando vio que se dirigía a él. Solía hacerlo cuando no entendía lo que su amo quería decirle. Patrick sonrió: le encantaba aquella gracieta, y por eso en muchas ocasiones le preguntaba o hablaba para que el pe­rro la hiciera.
— Bueno, vamos a ir a la ciudad. Hay que hacer aprovisio­namiento de muchas cosas, amiguito —continuó Patrick, ha­blando en alto y más para sí mismo que para su can.
Después de todo, su voz era la única que escuchaba. A veces, deseaba que Doggy fuese el perro protagonista de alguna fábula y que le hablara, aunque lo hiciera para darle una lección. Pero no lo era, y se tenía que conformar con escucharse a sí mismo o escuchar de manera aislada la voz de Peter o la de su hija en la lejanía. Y cuando esto sucedía, Patrick, que acostumbraba a acomodarse en una silla en el porche aunque hiciese frío, cerra­ba los ojos y se imaginaba sentado en ese mismo porche, en una cálida tarde de verano con el sol anaranjado cayendo en el hori­zonte, viendo a los niños corretear por la calle principal, montar en sus bicicletas, jugar al béisbol, a la comba o a las canicas o simplemente cambiar, sentados en la acera, cromos de jugado­res de béisbol; respirando un aroma mezcla de césped húmedo recién cortado y pastel de carne preparado por alguna vecina y puesto a reposar en el alféizar de alguna ventana.
Imaginaba esto en los días en los que se sentía más solo. Y una lágrima traicionera y tibia surcaba las incipientes arrugas de su rostro.

6

Peter había plagiado descaradamente la idea de la alambrada de su vecino. Incluso comenzó a poner la suya el día después de que observara en la distancia cómo Patrick lo hacía. Sin duda, su vecino tenía más práctica, pero él no se avergonzaba del resultado. Le quedó bastante decente para no haberlo hecho nunca. Había abierto agujeros en el muro con un martillo y un cincel, a un metro de distancia cada uno y a cincuenta centíme­tros de profundidad. Después preparó hormigón y, uno a uno, fue poniendo a nivel cada poste metálico echándole la mezcla. Cuando terminó toda la cerca, tarea que le costó alrededor de un mes, comenzó a extender la alambrada por el cercado y a anclarla a los postes con alambre retorcido. Después, extendió otra malla desde su tejado hasta la pared del jardín que daba a la calle. Convirtió su casa y su jardín en una enorme pajarera.
Esa mañana, después de ver a través de la cristalera del salón que Patrick entraba en su casa, salió a su porche y se desperezó. Había tenido una idea aún mejor y que haría más efectiva su protección. Cavaría una zanja bordeando el exte­rior de su propiedad. No muy ancha, aunque de igual modo sería un trabajo colosal hacer aquello sin máquinas. Pero tenía todo el tiempo del mundo. Además, no era tan descabellada la idea. Para hacerlo tendría que empezar por los jardines de sus antiguos vecinos, el de Ralph Weiss a su derecha y el de Larry Holleman a la izquierda, y sabía que en los jardines las máquinas ya habían cavado para después echar tierra fértil encima cuan­do construyeron las casas. Todo el mundo quería un hermoso jardín o un pequeño huerto en Bangor, y las nuevas construc­ciones se aprovecharon de eso.
El problema sería excavar delante de su fachada. Recordó cuando tuvo una avería en la tubería principal que daba a la calle y se formó un barrizal. Los de mantenimiento de la em­presa de aguas tuvieron que abrir la zanja con una pequeña excavadora amarilla, pues había demasiadas piedras para uti­lizar un simple pico.
Pero ya tendría tiempo de maldecir más adelante, cuando el choque de su pico contra aquellas piedras le provocase calam­bres que le recorrieran todo el brazo y parte de la espalda.
Entró en el salón y cogió unos guantes de cuero, una cha­queta de piel forrada de lana y un gorro negro. Una pulmonía en aquellos momentos volvía a ser casi mortal.
— Vas a quedarte aquí? — preguntó a Ketty.
—Sí, papi —contestó la niña, abstraída, sentada en la moqueta.
— Bien —dijo Peter revolviéndole el cabello — . Estaré aquí al lado, en el jardín de Larry, haciendo unas cosas. Si sales, me verás al otro lado del muro. Vale?
La niña asintió, así que la dejó jugando con sus dos mu­ñecas rubias. Una punzada de sufrimiento le recorrió toda el alma. Cuánto recordaría la niña de aquella fatídica noche en que sus peores pesadillas habían cobrado forma?
Agarró una escopeta y una herrumbrosa pala, pensando en que tendría que hacerse con una nueva en la próxima incursión a la ciudad. Seguro que en el Toolsmarket encontraría más de una.
La casa sólo conservaba una pequeña puerta para entrar y salir. A la grande, que antaño se usaba para meter el coche en la propiedad, la había sustituido por una tapia de ladrillos rematada por una alambrada; era un punto demasiado vulne­rable, ya que no había sido capaz de poner la alambrada sobre la puerta porque era demasiado estrecha.
Salió a la calle y volvió a cerrar con un par de candados; luego se dirigió a un lateral de la casa con la pala y la escopeta al hombro y cantando en voz baja:
—Qué será, será? — Intentaba imitar infructuosamente el acen­to francés que requería la canción —. El mundo nos lo dirá…
No pudo evitar echar un vistazo a la propiedad de Patrick. Había hecho un buen trabajo con la pala, aunque un poco in­útil porque parecía avecinarse una nueva nevada por el oeste.
Sus botas se hundían casi hasta la rodilla en la nieve. Re­cordó cuando de joven se quejaba del clima de Bangor. «El infierno blanco», le llamaba. Además, la ciudad era pequeña, y salvo el festival de música a orillas del Penobscot donde las bandas locales y los imitadores de Elvis tocaban, allí no había nada que hacer. Antes de que comenzara la guerra, el censo del ayuntamiento tenía registradas a cerca de cuarenta mil perso­nas. Demasiadas para ser un pueblo y muy pocas para ser una ciudad con algo de bullicio.
Sin embargo, ahora estaba agradecido a Bangor, tanto por él como por su hija. Las temperaturas extremas y la baja demo­grafía habían conseguido que la pequeña ciudad permaneciera casi intacta. Salvo por los bombardeos sufridos en el aeropuer­to internacional y en el de Brewer, en los cuales habían muerto decenas de personas, en su mayoría trabajadores que no eran de Bangor. Un acontecimiento que provocó el pánico y el caos en la ciudad.
Al enemigo —al contrario de lo que había hecho en ciuda­des de todo el país— no le interesaba diseminar ningún tipo de virus allí por dos simples razones: apenas había gente y el frío destruiría cualquier tipo de arma biológica que fuese esparcida por aerosoles, que era la forma más rápida, barata y efectiva de hacerlo.
Pese a eso, la relativa seguridad de que allí gozaban no ha­bía impedido que todos abandonasen la ciudad el día en que los militares les indicaron que tenían que evacuarla y trasla­darse a la base militar de Portland. Dijeron, a través de los altavoces de los vehículos militares, que allí estarían seguros. Que había una base donde todos disfrutarían de seguridad, agua y comida. Y Helen, él y la pequeña estaban los primeros en la cola de los autobuses militares que les aguardaban junto a la enorme estatua del leñador Paul Bunyan.
Todos estaban allí para ser evacuados, todos menos Patrick. Al irse de su casa, el matrimonio Staublosky y su pequeña pu­dieron verlo en su porche, sentado en una mecedora de mim­bre y bebiendo cerveza; escuchando country en un viejo apa­rato negro y saludando con la mano o con una inclinación de cabeza a todo el que se iba. Su perro permanecía echado a sus pies, y cada vez que Patrick saludaba a alguien, levantaba la cabeza para mirar.
Helen, respondiendo a un impulso, lo saludó con la mano, y Peter la recriminó con su mirada. Ella bajó la vista con ex­presión de arrepentimiento y siguió andando cabizbaja, con lágrimas a punto de brotar, estrechando a su pequeña hija contra su pecho y odiando aquella maldita guerra como to­dos los demás.
Peter decidió no seguir recordando. Ya sabía cómo hacerlo a fuerza de práctica. Así que entró en la propiedad de Larry des­corriendo un pequeño pestillo de la puerta e intentando cam­biar el rumbo de sus pensamientos.
Larry Holleman había sido un buen vecino.
Le debía la vida de su hija.
Desde que Helen y él se mudaran allí recién casados, el an­ciano les había tratado bien. Era un viudo de unos setenta años que se había dedicado en su juventud a temas bursátiles y en cuya mirada aún se detectaban una inteligencia felina y una vivacidad fuera de lo común. El día en que llegaron a su nueva casa, Larry apareció cinco minutos después del camión de la mudanza con una tarta de queso, tres cafés solos y la agrade­cida intención de ayudar a la joven pareja con el traslado. Ob­viamente, aceptaron la compañía del hombre durante un rato, pero rechazaron de manera gentil la ayuda. Aunque Holleman conservara toda su astucia y memoria, su marchito cuerpo no podía perdonar el paso del tiempo.
«Ahora está muerto —pensó Peter—. Muerto como todos.»
— Los autobuses —recordó en voz alta, pero en seguida arrojó a un lado aquel recuerdo.
Sin embargo, aquel día de mudanzas tanto tiempo atrás sí aceptaron la ayuda de Patrick. La aceptaron porque eran ami­gos, muy amigos. Además, Patrick se acababa de divorciar y necesitaba algo con lo que entretener su mente. Y un hombro en el que llorar.
Peter empezó a apartar a palazos la nieve que bordeaba el muro. Era incómodo trabajar con tanta ropa, pero no quería esperar a la primavera, cuando no hubiese nieve, para comen­zar con aquella tarea. No había noticias del mundo exterior y, por lo que a él respectaba, la guerra aún podía continuar en otra parte del país o del planeta; o, al contrario, todo el mundo habría podido irse a la mierda, que era lo más probable.
—¡Eh, polaco! —la voz a su espalda le hizo dar un respin­go —, vas a hacer de tu casa un castillo feudal? Si quieres, te presto un par de cocodrilos.
Peter levantó la cabeza, se giró y vio detrás del muro de metro y medio la cara sonriente de Patrick, cercada por el go­rro de orejas del anorak. Hizo caso omiso de la presencia del hombre y continuó con la tarea.
— No es mala la idea de cavar un foso; laboriosa, eso sí — dijo Sthendall ante el mutismo del otro —. Pero te sugiero que em­pieces por delante de tu propiedad. Esta noche he recibido la visita de algún oso que quería llenarse el estómago conmigo y con mi perro, y empezó a cavar por delante.
Peter oyó el ruido de su puerta al abrirse; iba a decirle a Ketty que volviera dentro, pero cuando levantó la cabeza Pa­trick ya no se encontraba allí. Lo vio dirigirse calle arriba hacia la ciudad, andando con paso ligero y con su perro corriendo de un lado a otro, delante de él. Pensó que iría a buscar apro­visionamiento. Si algo bueno había tenido la ciudad es que casi no había sido saqueada por vándalos antes o después de la evacuación. Los militares y Durham se encargaron de ello con mano dura.
—Hablabas con alguien, papi? —preguntó la niña con su pequeño ceño fruncido.
El negó con la cabeza.
— Con nadie, hija. Sólo cantaba en alto.
Ella asintió y se sentó en el porche, con las muñecas en sus rodillas. Peter la observó, tan frágil, tan pequeña.
—Oye, guapa —le dijo —. Ve dentro y abrígate mejor si quie­res estar sentada ahí, que hace mucho frío.
Ella sonrió, se levantó y entró en la casa a toda prisa. Minu­tos después salía arropada con un abrigo de Helen, de imita­ción de piel. Lo había cogido de su armario; aún no había sido capaz de tirar su ropa pese a que al mirarla se encontraba de lleno con la bofetada de una cruda realidad que le decía que jamás volvería a verla.
«Nunca más, nunca más.»
Apartó al cuervo de Poe de un manotazo mental.
A la niña el abrigo le quedaba enorme, y casi lo arrastraba por el suelo.
Peter intentó sonreír hasta que Ketty le hizo una pregunta. En­tonces se le encogió el corazón en el pecho y dejó caer la pala.
Crees que a mami le importará que se lo coja prestado?

compra en casa del libro Compra en Amazon Y pese a todo…
Interplanetaria

2 Opiniones

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    Alberto
    on

    Esta semana, Dolmen Editorial ha juntado a cuatro de sus principales autores de novelas de terror de zombies para tenerlos presentes en doble sesión de firmas y presentaciones. Los cuatro autores que acudirán a la cita son: [b]Carlos Sisí[/b] ([i][url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=LosCaminantesCarlosSisi]Los Caminantes[/url][/i] y [i][url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=CaminantesNecropolisCarlosSisi]Necrópolis[/url][/i]), [b]Sergi Llaubert[/b] ([url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=DiarioDeUnZombiSergiLlauger][i]Diario de un zombi[/i][/url]), [b]Házael González[/b] ([url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=QuijoteZ][i]Quijote Z[/i][/url], [url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=MuerteNegraHazaelGonzalez][i]La Muerte Negra[/i][/url]) y [b]Juande de Dios Garduño[/b] ([url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=YPeseATodoJuanDeDiosGarduno][i]Y pese a todo…[/i][/url]).

    Estarán presentes el sábado 9 de octubre a las 12’00 en la Librería Universal de Barcelona (Calle Ronda de Sant Antoni nº 9 -Metro Línea 1 para Urgell o Línea 2 parada Sant Antoni) donde darán una charla y firmarán ejemplares de sus libros para sus fans.

    [IMG]http://img843.imageshack.us/img843/6943/banneruniversallineaz.jpg[/IMG]

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    Interplanetaria
    on

    Se acaba de anuncair que [url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=YPeseATodoJuanDeDiosGarduno][i]Y pese a todo…[/i][/url] , la última novela de [b]Juan de Dios Garduño Cuenca[/b], publicad por Dolmen, será llevada al cine por la productora de [i]Celda 211[/i] tras un acuerdo entre productora y editorial.

    Según la productora se trata de una novela de acción en «la que quedan dos hombres vivos después de la última guerra». Explica que en esta novela y en la futura película «están los dos hombres solos y se odian, a pesar de que son los dos últimos, no consiguen ponerse de acuerdo, siguen odiándose». La novela tiene «ese punto metafórico de cómo funciona el mundo, pero es una novela de acción, de terror, dentro del género».

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