Zombi

Tal vez hayas oído hablar de ellos. Su nombre se menciona en susurros, entre historias increíbles de combates a muerte transmitidos por internet, de tráfico de drogas, fiestas inenarrables con prostitutas, y palizas a curanderos de poca monta. Se dice que son gente como tú y como yo, pero que un día descubrieron que ya estaban muertos. ¿Lo entiendes? Gente desahuciada, condenada, sin remedio. Ponte en su lugar. ¿Te limitarías a aceptarlo sin más, o harías como ellos? ¿Tendrías el valor suficiente como para entrar en ese mundo oculto que todos prefieren ignorar, ese mundo de vidas baratas y placeres prohibidos?
Olvida lo que hayas leído en foros clandestinos de internet, olvida lo que te hayan susurrado en algún tugurio, olvida esas revelaciones que aparecen cada cierto tiempo escritas en las paredes de esta ciudad. Esta es la verdad. Esta es la historia de uno de ellos. 
Esta es la historia de un zombi. 
Juan Díaz Olmedo nos sumerge en un extraño relato ambientado en esas áreas de nuestra sociedad que todos prefieren ignorar para mantener la cordura. Una novela escalofriante acerca de aquellos que no tienen nada que perder, una historia más real de lo que a muchos les gustaría admitir.
Juan Díaz Olmedo nació en Cádiz en 1976, aunque actualmente reside en Sevilla. Es ingeniero informático y trabaja como analista y desarrollador de aplicaciones web. En sus ratos libres (los pocos que tiene) cultiva aficiones como la música, el cine y las artes marciales.
Autor de la novela de culto Marionetas de sangre, su carrera se ha desarrollado hasta ahora dentro del género de terror. Es miembro fundador de NOCTE, la asociación española de escritores de terror, y ha sido nominado a los premios Ignotus y Xatafi-Cyberdark en la categoría de mejor relato. Zombi es su primera incursión en la literatura negra, y se puede considerar un exponente del subgénero que el autor denomina bizarre-noir, es decir, relatos viscerales que exploran lo más extraño e insólito de la sociedad y la naturaleza humana. Interesado en todas las formas de la literatura popular, sus influencias van desde Chuck Palahniuk a Patricia Highsmith.

ANTICIPO:

Mara detiene el coche tan de golpe que mi espalda se separa del asiento por un instante. La música termina abruptamente justo en medio de una nota cuando su mano de largos dedos hace girar la llave del contacto y el coche, que hasta hace un instante era una ruidosa criatura de metal, se convierte en una masa inerte y oscura a nuestro alrededor. Solo vuelve a hacerse la luz cuando ella abre la puerta de su lado y una pequeña bombilla cubierta por un plástico traslúcido se enciende en el techo del coche, muy cerca de mi ojo izquierdo.

Esta noche voy a morir.

Mara me acaricia el hombro con suavidad. Sé que me está mirando, pero no quiero devolverle la mirada. Sé bien lo que voy a ver dentro de sus ojos marrones, y no necesito nada de eso ahora. Por desgracia, no se me da muy bien hacer de cabrona, ni siquiera cuando me conviene hacerlo. Busco con mis dedos la mano de Mara y, cuando la encuentro, la aprieto por un instante. Es una forma de decirle que sé que está ahí, que sé lo que piensa, y que sé lo que le gustaría decirme si tuviera más don de lenguas y estuviera menos nerviosa. Suelto la mano de Mara y abro mi puerta, apartando sus dedos de mi hombro desnudo. Pongo mis botas de altas plataformas sobre el asfalto y me apoyo en ellas para salir, de forma un poco torpe. Todavía no me he acostumbrado a caminar con plataformas. Quizá no llegue a acostumbrarme nunca.

Esta noche voy a morir.

Cuando salgo del coche de Mara me encojo involuntariamente al sentir el frío que arrastra una suave y casi imperceptible brisa. Me abrazo a mí misma, manteniendo el ala de mi sombrero bien sujeta con la punta de los dedos. Miro a mi alrededor. No veo ningún otro coche. ¿Es que hemos llegado los primeros? Quizás el resto ha decidido aparcar más lejos que nosotras. Se supone que no tenemos que llamar la atención, pero Mara ha tenido la ocurrencia de aparcar precisamente aquí, en la misma puerta.

—¿Estás bien?—me pregunta Mara, a mi espalda.

—Sí, solo tengo un poco de frío —le contesto.

Noto como los largos dedos de Mara revuelven el confuso montón de trenzas, rastas y coletas que conforma mi cabellera pintada de rubio brillante. El movimiento de sus dedos aparta las historiadas greñas de mi rostro. Aprovecho para ponerme mi sombrero de copa. Me doy la vuelta, y ahora soy yo quien acaricia el hombro de Mara. Vaya estampa ofrecemos las dos: Dos chicas vestidas con minifalda y corsé, increíblemente delgadas, caminando sobre plataformas y con medias de rejilla artísticamente destrozadas, maquilladas de la forma más extravagante que pueda imaginarse, con la pálida piel visible cubierta de tatuajes de un diseño similar a los tribales pero con motivos inquietantemente anatómicos, como si parte de nuestros esqueletos pudiera verse a través de nuestra piel.

Acaricio el tatuaje del cuello de Mara, ese que muestra una visión estilizada de sus vértebras. Le hago cosquillas y consigo arrancarle una sonrisa. No quiero que esté triste. Todavía no me atrevo a mirarle a los ojos.

—¿Habrán llegado ya los demás? —me pregunta.

—No lo sé —le respondo—. En teoría hemos llegado tarde. Pero todavía queda un buen rato hasta que empecemos a transmitir.

Mara se acerca a la puerta de la abandonada discoteca en la que acostumbramos a reunirnos. Se mueve sobre los zapatos de plataforma de una forma sorprendentemente elegante, pese a lo alta que es y lo desgarbada que aparenta ser su figura. Cierra un puño y golpea dos veces la reja metálica que cubre la entrada del local, una de esas que no dejan ver nada de lo que hay al otro lado, pintada con motivos discotequeros de los años setenta que han sido convenientemente modificados por toda una horda de grafiteros con bastante mal gusto. Los golpes de Mara resuenan como truenos a lo largo del callejón.

Camino con cuidado y me acerco a la esquina. Nada, no veo a nadie. Solo las silenciosas naves de este polígono industrial. A lo lejos puedo oír el ritmo machacón de la música de otra discoteca, una frecuentada por otro tipo de gente. Gente que todavía se deja ver a la luz del día. Ni a Mara ni a mí nos dejarían entrar en esa discoteca con las pintas que llevamos.

Esta noche voy a morir.

Agito la cabeza y estoy a punto de llevarme una mano a los ojos. Entonces recuerdo el maquillaje que los decora, y las lentillas que cubren su color natural, marrón oscuro, por un precioso tono azulado. No, esta noche voy a ser vista por todo el mundo. Debo tener buen aspecto. Me doy la vuelta, y tropiezo una vez más cuando una de mis plataformas se queda cogida en una irregularidad del asfalto.

—Mierda —digo entre dientes.

Camino levantando los pies como una astronauta hacia el coche de Mara, y abro de nuevo la puerta del pasajero para sacar mi bastón. Lo compré solo por pura excentricidad, pero al final me va a ser de mucha ayuda. Me apoyo en el pomo plateado que tiene por remate y voy junto a Mara. Utilizo el pomo para golpear dos veces la reja metálica. Han debido de escucharme hasta en el aeropuerto. Mara intenta decirme algo, pero yo la mando callar con un gesto. He oído algo dentro. No somos las primeras en llegar.

De repente, la cerradura de la reja suelta un chasquido y se levanta de golpe.

—Ya era hora —me dice Iván en cuanto me reconoce—. Creíamos que no ibais a venir.

—¿Eres idiota o qué te pasa? —le contesto—. ¿Adónde mierda íbamos a ir?

—Tranquila —me dice Iván, mientras da un paso atrás y me muestra la palma de las manos, como si estuviera intentando huir de una fiera.

—No me toques el coño, ¿vale? —le digo—. Esta noche, no.

Iván parece recuperar el sentido común y se aparta para dejarnos pasar. Es un chico bajito a quien le gusta alardear de su delgadez. Esta noche solo lleva puestos unos pantalones de cuero y unas botas de motorista con tachuelas plateadas. Su cabeza rapada está completamente tatuada para mostrar las junturas del cráneo que tiene en su interior.

Pasamos por el pequeño recibidor y entramos en la sala propiamente dicha. Pues sí, hemos sido las últimas en llegar. Mi oponente ya está aquí. Puedo ver su voluminoso cuerpo caminando lentamente entre las sombras, en la esquina más alejada del local, bajo las escaleras que llevan a la planta de arriba. Iván rodea la barra y comienza a hacer algo en su carísimo ordenador portátil. El resto de los miembros de nuestro peculiar grupo están allí, todos en silencio, la mayoría caminando sin rumbo. Jaime me hace un gesto con la mano. Yo le respondo inclinando la cabeza y apartando la vista. Tampoco puedo mirarlo.

—Dame mi bolsa —le digo a Mara—. Voy a cambiarme.

Mara deja entre mis dedos la bolsa de deportes que ha cargado por mí. La agarro y me dirijo a los servicios. Cuando esto aún era una discoteca, al propietario se le ocurrió decorar las puertas de los servicios con dos robots gigantes de un antiguo dibujo animado japonés. Puso el robot masculino en la puerta del servicio de caballeros, y el robot femenino en la del de señoras. Empujo el cuerpo metálico pintado en la puerta, y puedo sentir las imperfecciones de la estropeada pintura en la palma de mi mano.

Mierda, me estoy volviendo irritable, en toda la extensión del significado de la palabra. El servicio de señoras no es más que una triste fila de tres lavabos, de los cuales solo uno permanece entero, y de tres inodoros que en tiempo estuvieron protegidos por puertas de madera que ahora han desaparecido. No hay agua ni luz en este maldito local. Iván se ha encargado de solucionar las dos cosas poniendo luces de obra en la sala y una lámpara de acampada y un cubo de agua en cada uno de los servicios. No sé qué haríamos sin su capacidad organizativa.

Meto mis manos en el cubo y descubro que el agua está casi helada. Me froto la cara con la punta de los dedos para que el agua alivie mi estupor, con cuidado de no estropearme el maquillaje. El único espejo que permanece entero está medio arruinado por una enorme mancha de humedad que le da a la imagen reflejada el aspecto de un viejo daguerrotipo del siglo xix.

Me quito el sombrero y lo dejo con cuidado sobre la única tapa de inodoro de los aseos. Me siento en el borde de la tapa y poco a poco voy desabrochando mis botas.

Esta noche voy a morir.

Debería estar más nerviosa. Lo único que siento es irritación. Irritación por la estúpida actitud infantil de Mara, por la mentalidad cuadriculada de Iván, por la forma en la que la tapa del wáter se me está clavando en el culo, por todo el tiempo que me cuesta quitarme estas malditas botas. Solo a mí se me ocurre vestirme con mis mejores galas precisamente en esta noche. Me saco la primera bota de una patada y comienzo a desatar el nudo de los cordones de la otra. Casi sin darme cuenta me froto un punto algo irritado de la cara interna de mi brazo. Espero que ese maldito pinchazo no se me haya infectado. Sería ya el colmo. Acabar enferma de otra cosa más, aparte de ese mal degenerativo que acabará por pararme el corazón en unos seis meses.

Joder, yo sé bien por qué estoy tan irritada. Es por el puto mono. Es porque soy una caprichosa y patética hija de perra, y por eso estoy tan irritada. Y ese pinchazo en mi brazo es como un grito de mis venas pidiéndome algo más. Me lo aprieto con fuerza con la yema del pulgar hasta que el dolor termina ahogando el escozor, y después termino de desatarme la bota.

Tras las botas salen mis medias, mi minifalda y mi corsé. Mis costados están delicadamente decorados con la forma que tendrían las sombras de caer entre mis costillas si no las cubriera mi pálida y pecosa piel. Los huecos que hay entre mis vértebras también están marcados en mi espalda, hasta ocultarse bajo los pelos de mi nuca. Estoy jodidamente delgada, tanto por mi enfermedad como por mis excesos.

Esta noche voy a morir.

La puerta de los aseos se abre de pronto. Una cabeza provista de una larga melena de color negro intenso se asoma y me busca un momento con la mirada. Es Carol, que estrena otra de sus pelucas.

—¿Qué ocurre? —le pregunto.

—Faltan diez minutos para que empecemos a transmitir —me dice—. ¿Te queda mucho?

Me está viendo en bragas de vinilo, y parece que disfruta de tener un buen panorama de mis pechos. No me gustaría que esta maldita pervertida fuera la última persona con la que hablase en este mundo.

—¿Me estás metiendo prisa? —le digo, apoyando mis puños en las caderas.

—No —me responde ella, abriendo los ojos y agitando la cabeza para dejarme bien claro que está hablando de forma irónica—. Disculpe usted.

Desaparece del aseo cerrando la puerta tras ella.

Abro la bolsa de deportes y saco de su interior una falda japonesa negra, como las que se usan en la esgrima con espadas de bambú. Me meto en su interior y me cuesta un momento conseguir que pasen por mis caderas para poder atarme el cordón a la cintura. Después saco dos cintas de boxeador y me envuelvo las manos con ellas, atándomelas con los dientes. Quizá me estorben, pero prefiero tenerlas y no destrozarme los nudillos.

Me arrodillo junto al cubo de agua y meto la cara en él. A la mierda el maquillaje. Necesito el frío para volver a sentirme viva, aunque sea solo una ilusión. Después saco una pequeña caja plateada de la bolsa de deportes y me trago cuatro píldoras de distintas formas y colores.

Estoy lista.

Esta noche no voy a morir.

Salgo del aseo. Todos me estaban esperando. Mi oponente está arrodillado junto al círculo blanco que hay pintado sobre el suelo del local. Su barriga está tan hinchada que se cuela entre sus rodillas y toca el suelo. Parece una versión especialmente enfermiza de un luchador de sumo.

Carol está tras la barra junto a Iván. Nuestro organizador está ajustando una pequeña cámara de plástico gris que está conectada a su ordenador. El acto de esta noche será retransmitido a nuestros espectadores a través de esa cámara. Aunque no puedo verlo desde aquí, sé que en el monitor de su ordenador están creciendo de forma frenética las pujas por una de las cincuenta conexiones en exclusiva para poder presenciar el acto. Las pujas se cerrarán en unos minutos, y cincuenta perversos potentados de todo el mundo tendrán el privilegio de presenciar un auténtico combate a muerte.

—Deberíamos permitir apuestas —oigo decir a Carol.

Siempre está con lo mismo.

—Ya lo hemos hablado antes —le responde Iván—. No es buena idea. Demasiados riesgos.

—Ahí es donde está el dinero —insiste ella, con ese tono de niña malcriada que siempre consigue sacarme de quicio.

—Eres la única que quiere hacerlo —le responde Iván.

Me arrodillo junto al círculo, justo frente a mi oponente. ¿Por qué no quiero llamarlo por su nombre? Se llama Fermín. Nunca nos hemos caído muy bien. No ha pasado nada malo entre nosotros. Nuestra antipatía se debe más a causas naturales. Eso lo hará todo más fácil. No hay nada más puteante que tener que matar a un amigo o dejarte matar por él.

Jaime y Mara están a mi espalda. No se atreven a decirme nada. No lo necesito. No quiero pensar en ellos, ni en nadie más. No puedo permitírmelo.

Comienzo a respirar más y más lentamente, llenando mis pulmones al máximo. La medicación está empezando a surtir su efecto. Una de las ventajas de mi enfermedad es que no me provoca demasiados síntomas, y los que me provoca pueden ocultarse mediante la medicación, aunque haya que conseguir esta por conductos no muy legales. La sensación de que las rodillas se me clavan en el suelo va desapareciendo hasta que siento como si estuviera flotando. Mi corazón se ha calmado. Mi irritación ha desaparecido. Estoy lista para morir o matar.

Fermín está resoplando como una mala bestia. El borde de su hinchada barriga está decorado por un intrincado encaje de capilares rotos y varicosos, igual que sus brazos y su cuello. Su cabeza parece una versión en miniatura de su barriga, pero provista de rostro. Sus ojos son el único rasgo notable de su cara porcina, unos ojos tan inyectados en sangre que parecen los de un vampiro de película barata. No sé muy bien de qué demonios se está muriendo Fermín, pero parece que la medicación no le alivia mucho los síntomas. Debe de ser una insuficiencia de algún órgano interno.

Mejor para mí. Aunque la debilidad puede suplirse con mala leche.

Carol va a ser una de las encargadas de grabar nuestro enfrentamiento en vídeo. La otra va a ser Marta, nuestra peculiar enfermera, tan alta, escultural y cadavérica como siempre, vestida con una parodia fetichista del uniforme de su profesión. Las dos comienzan a girar lentamente alrededor del círculo, grabando planos de nuestros rostros concentrados y de nuestros cuerpos enfermos. Fermín va cubierto solo por unos calzones de boxeo negros con una palabra escrita en dorado en caracteres tailandeses. Creo que fue luchador hace mucho tiempo, antes de que su cuerpo comenzara a descomponerse por dentro. Le veo apoyar la punta de los dedos en el suelo, justo al lado de sus rodillas, casi negras de toda la sangre que tiene apelmazada debajo de la piel demasiado pálida. Gira el cuello lentamente, primero en un sentido y luego en el otro, como si le costara trabajo moverlo con toda esa papada colgando. No puedo confiarme. Sé bien que es mucho más peligroso de lo que aparenta. Levanto las rodillas del suelo y me sostengo sobre la punta de los dedos. Apoyo el peso primero en una pierna, luego en otra, repito el ejercicio estirando las piernas al máximo, sintiendo cómo los huesos encajan en su lugar dentro de las rodillas. Muevo el cuello hacia atrás y hacia delante, y luego los brazos, dibujando rápidos molinetes. Me vuelve a crujir el hombro derecho, como siempre. Y mis rodillas están comenzando a dolerme, como si las bolsas internas de líquido se estuvieran hinchando poco a poco. No puedo permitirme apoyar demasiado peso en ellas.

Iván me hace una señal desde detrás de la barra. Apenas si le veo por el rabillo del ojo. Asiento lentamente con un gesto de la cabeza, sin dejar de mirar al interior de los pequeños ojos de Fermín. Él sí que desvía la mirada un instante para responder a la señal. Muy bien. Me tiene miedo.

Mara susurra algo a mi espalda. Puedo oír cómo Jaime la agarra de la cintura y la aleja del círculo. Salvo Marta y Carol, las encargadas de grabar el evento, ninguno de los miembros de nuestro grupo debe aparecer en la imagen que estamos transmitiendo al mundo.

Solo quedan segundos. Inspiro con fuerza y suelo el aire a través de los dientes. Hasta ahora no había sido realmente consciente de a qué he venido aquí esta noche.

En la barra, junto al ordenador de Iván, descansa un pequeño gong metálico, comprado en una tienda de importación de artículos chinos. Iván vuelve a mirarnos mientras sostiene en alto el pequeño mazo decorado con dragones, como si se dispusiera a tocar un gong gigantesco. Le vuelvo a hace una señal con la cabeza. Estoy más que preparada, maldita sea. Llevo horas preparada. Fermín parece que se lo piensa un poco más antes de asentir, haciendo aparecer nuevas dobleces en su papada.

Iván golpea el gong. El combate ha comenzado.

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Interplanetaria

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    Interplanetaria
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    El próximo sábado, 29 de octubre, a las 12:00 en la librería madrileña Estudio en Escarlata tendrá lugar la primera presentación de [url=http://www.interplanetaria.com/ficha.php?id=ZombiJuanDiazOlmedo][i]Zombi[/i][/url], a cargo de su autor, [b]Juan Díaz Olmedo[/b]. Asimismo, contará con la colaboración de [b]Francis P. Fernández[/b] (autor de [url=http://www.interplanetaria.com/ficha.php?id=VersionMinotauroFPFernandez][i]La versión del Minotauro[/i][/url]).

    Adicionalmente, el sábado por la tarde, en El Museo Nacional del Romanticismo (Calle San Mateo, 13, 28004 Madrid. Metro: Tribunal) tendrá lugar una charla en la Semana Gótica de Madrid con los autores [b]Juan Diaz Olmedo[/b] y [b]Javier Quevedo Puchal[/b] ([url=http://www.interplanetaria.com/ficha.php?id=CuerposDescosidosQuevedoPuchal][i]Cuerpos descosidos[/i][/url])

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