Zoombi: El apocalipsis zombi con denominación de origen

El día del juicio final ha llegado a la Península Ibérica. ¿Quién asumirá la defensa de los pocos enclaves en los que todavía quedan supervivientes?: ¿el Gobierno?, ¿el ejército?… Sólo unos pocos privilegiados adelantados a su tiempo supieron predecir el Apocalipsis. Uno de estos visionarios formará parte del grupo resistente de un pequeño pueblo peninsular. Como experto en el fenómeno zombi intentará poner sus conocimientos al servicio de los integrantes de La Resistencia: no tienen armas y nadie sabe que existen, sólo se tienen los unos a los otros… Y se enfrentan a la criatura más peligrosa sobre la faz de la tierra: el zombi ibérico.
Un relato donde se entremezcla el humor que camina entre la ironía más sutil y la pura escatología, donde los trazos de la crítica social, política, y de la propia psicología humana van de la mano, y donde la mezcolanza de géneros dispares (cómic, cine, literatura…) tienen cabida por igual. Imaginativo e innovador, nunca antes el género zombi tuvo una representación tan genuina como en Zoombi: un libro con auténtica denominación de origen. 
No dejes que otros asuman el reto de salvar tu vida. Adelántate a los acontecimientos… y sobrevive.

ANTICIPO:

Informe-Diario de a bordo: día 2, 11. 00 p. m., martes.

«Luego dijo Dios: Haya expansión en medio de las aguas, y separe las aguas de las aguas.»

La ejecución del plan para agenciarme el arma de mi vecino ha sido un estrepitoso fracaso y ha derivado en una escena ignomi­niosa e indigna. No ha entrado en razón, y además ha esgrimido cuestiones más bien egoístas y cortas de mira. Esto me coloca en una posición comprometida. Más aun teniendo en cuenta los últi­mos sucesos: la pasada noche, mientras disfrutaba de mi merecido descanso, las hordas «Z» han avanzado organizadamente, lo cual aporta un dato significativo que hay que tener en cuenta y que a la postre confirma otra de las teorías barajadas en la última obra al respecto: cuentan con cierta capacidad para pensar. Claro que su intelecto no tiene parangón con el humano, pero esto les proporcio­na un plus de peligrosidad, si cabe.
Se presenta un gran dilema: está claro que la posesión del arma otorga ventaja a su propietario a la hora de mantenerse con vida. Lo que más me ha molestado han sido sus modales: poco educa­dos y totalmente fuera de tono; además, inconcebiblemente, no ha mostrado ningún interés por los manjares que pretendía ofrecer a cambio de su arma, e incluso ha llegado a ridiculizar el intento profiriendo insultos personales que no venían a cuento. Para que quede constancia del hecho reproduciré la escena fielmente: que sea la posteridad la que juzgue.
Para ser consecuente con el planteamiento del ID, la sucesión de hechos comenzaba esta mañana a las 10. 00 a. m., tal como había pro­gramado en mi despertador, e igual que el resto de los días. Puede parecer un poco temprano, habida cuenta de que no tengo obliga­ción alguna que reclame mi atención. Fui el agraciado con el gordo de Navidad hace unos años, lo cual me permitió desarrollar mis capacidades intelectuales profundizando en temas poco estudiados. Este afortunado acontecimiento me permitió, además, alojarme en una morada adecuada a mis necesidades.
He realizado mis ejercicios matutinos en el pequeño aunque com­pletamente equipado gim que hice instalar en una de las habitaciones: todo hombre está obligado a mantener una buena forma física que le permita enfrentarse a los requerimientos que la vida pueda presen­tarle, y en mi caso con mayor motivo, ya que debía estar preparado para tal eventualidad. He de reconocer que en alguna ocasión había puesto en duda la idoneidad de la inversión, aunque, por razones obvias, ya ha quedado disipada toda duda al respecto.
Después de los ejercicios he desayunado mis habituales cerea­les con leche de soja, aderezados con un poco de miel y cacao en polvo, mientras veía en televisión las últimas noticias que ya he adelantado. La última hora presentaba a los Zs agenciándose algunos autobuses de línea, lo que les ha permitido moverse con libertad por la ciudad, aunque la merma de las facultades humanas en su nueva condición (y algunas amputaciones de miembros infe­riores o superiores) parece que no les hace muy duchos en el arte de la conducción, y muchos han acabado empotrados en paredes después de llevarse por delante abundante mobiliario urbano, que nos tocará abonar a los que sobrevivamos a esta debacle. Además, su incapacidad para mantener el orden dentro del habitáculo para pasajeros ha contribuido al fracaso de la empresa. Por otra parte, se confirmaba que, efectivamente, sufren de una total intolerancia a los rayos ultravioleta, con lo que a primera hora de la mañana la actividad genocida casi ha desaparecido; parecen ignorar dónde se han retirado, aunque la teoría más probable es la que sostiene que se refugian en lugares resguardados del sol. No es por darme ínfulas, pero si me hubieran consultado, sabrían perfectamente de este y otros datos cruciales y evitarían pérdidas de tiempo innece­sarias. En cualquier caso, esta tregua favorecía mis intenciones. Han informado de que toda la comunidad científico-militar se afana por encontrar un remedio, cura o arma capaz de acabar con ellos: se está utilizando armamento convencional, aunque es evidente que eso resta eficacia a la defensa, ya que éste se encuentra en manos de las fuerzas armadas y del orden público y de delincuentes. Por lo que respecta a estos últimos, no parecen estar por la labor, y se dedican a actividades lucrativas ilegales.
Tras la degustación de la abundante ración de cereales, he acometido las habituales pautas higiénicas matutinas. Una buena ducha con agua caliente, un buen afeitado y una buena limpieza bucal contribuyen a reafirmar la condición humana tan amenazada circunstancialmente. Un toque de AG pour homme ha puesto el punto final al rito. Había decidido vestir un chándal de deporte, lo cual me permitiría libertad de movimientos, teniendo en cuenta, sobre todo, que después del encuentro previsto tenía una cita con el centro comercial (por el tema del avituallamiento que mencioné anteriormente), pero al final me he decantado por un pantalón teja- no y una camiseta de algodón blanca. Lo correcto habría sido calzar un zapato negro, pero me he permitido una licencia estilística y he recurrido a mis NK con cámara de aire, por si se presentaban pro­blemas. Una chaqueta Gk a juego con el pantalón ha completado mi vestimenta. La coyuntura, aunque teñida de desesperación para la población, no tiene por qué significar la renuncia al estilismo del que hago gala.
Con la indumentaria descrita, subí por las escaleras al piso de arri­ba, donde habita mi vecino, dispuesto a intercambiar las viandas por el arma. Me invadía la desazón: iba a desprenderme del sustento que era posible que echase de menos en unos días y que, además, estaba sin empezar, a excepción de unas morcillas de Burgos que había incluido en el lote in extremis para no resultar cicatero en el trueque y no dar lugar a posibles regateos, incómodos por otra parte.
Desactivé el sistema de seguridad de mi puerta blindada, me aseguré de que no había nadie —concretamente Zs dispuestos a satisfacer sus necesidades básicas conmigo— y salí al rellano. Hice un pequeño ensayo mental de cómo podía desarrollarse la conversación. Recién levantado, y sin haber entablado conversa­ción alguna, era posible que mi habilidad verbal pudiera verse un tanto comprometida y no ser capaz de desarrollar todo mi poder de convicción. Era capital mantener el curso de la conversación por derroteros favorables al desenlace esperado. Un pequeño monólogo en voz alta fue suficiente para calentar la voz y la mente. Tras salvar los veinticuatro escalones que me separaban de casa de mi vecino, llamé al timbre. Tuve que insistir, ya que con el primer intento no logré respuesta alguna del inquilino; así que mantuve el dedo en el pulsador durante un buen rato, variando la secuencia de pulsado para que no se confundiera con otros posibles sonidos de la casa. Lo cierto es que esos minutos de espera fueron algo incómodos, teniendo en cuenta que portaba un salchichón, unos chorizos y las morcillas de Burgos. Además, el olor de los manjares empezaba a impregnárseme en la ropa y acabó por difuminar y confundir en la mezcla el agradable aroma de AG pour homme. Deduje que posi­blemente el susodicho se encontrase aseándose (una ducha podía ahogar el sonido del timbre) o incluso atendiendo necesidades fisiológicas mayores, otro impedimento para acudir a la llamada. Pensé que quizá no se encontrase en casa, lo cual habría supuesto un contratiempo. Pero como ya anticipé antes, no sería éste motivo suficiente para que mi plan se fuera al traste. Volví a fustigar el timbre hasta que percibí movimiento en el interior de la casa. El sonido de la mirilla de la puerta descubrió el emplazamiento de mi interlocutor:
— ¿Qué quieres?
— Hola, buenos días, vecino. Venía a hablar contigo, si no te importa.
— ¿Con la que está cayendo?, ¿has visto la televisión?, ¿qué está pasando?, ¿de dónde han salido esos… esos… zombis?, ¿vamos a morir?
No era el momento de responder a todas esas preguntas, y menos teniendo en cuenta que estaba en el rellano de la escalera y cargando con unas viandas que, debido al tiempo que habían permanecido en suspensión, empezaban a parecerme pesadas. Así que decidí centrarme en el motivo de mi visita y, en todo caso, dejar para después del intercambio las posibles explicaciones a sus preguntas.
— Bien, sí, estoy al corriente de lo que acontece, aunque mi visita es por otro motivo… aunque relacionado.
— ¿Cómo sé que no eres un bicho de ésos? —quedaba patente el desconocimiento del que hacía gala con semejante pregunta, aun­que supe atribuirlo al estado de nervios en el que posiblemente se encontraba e intenté dar una explicación lógica y razonable.
Bueno, supongo que el hecho mismo de estar manteniendo esta conversación demuestra que no lo soy. Si te fijas, no tengo heridas que manifiesten haber sido atacado, no doy muestras de cianosis y no me cuelga ningún miembro. Y por si fuera poco, te he traído esto —alcé el salchichón, los chorizos y las morcillas, para que no quedase duda al respecto. Al cabo de unos diez segundos, escuché el pestillo descorrerse y la puerta se abrió. No presentaba un aspecto muy saludable, y su indumentaria, a esas horas de la mañana, dejaba bastante que desear: con ojeras, despeinado y en albornoz, manifestaba bien a las claras que la imagen no era una de sus prioridades.
— ¿Qué es eso?, parecen morcillas… chorizos. ¡Y un salchichón! — la agudeza visual, sin duda, la conservaba —. Sabía que no esta­bas muy centrado, ¿pero qué coño te pasa?, ¿crees que estoy cele­brando algo? — interpreté que no mostraba empatia y que no iba a ser fácil proceder al trueque. Con el tiempo he aprendido a leer el lenguaje corporal como si de un libro abierto se tratase, y el suyo no era precisamente halagüeño.
No podía cometer ningún error en la gestión del incipiente con­flicto y eché mano de las técnicas utilizadas en procesos de negocia­ción con terroristas que había visto en un centenar de películas. Lo fundamental era no decir que «no» durante la negociación. Así que intenté apaciguar los nervios:
— Sí, efectivamente, pensé que quizá andabas un tanto escaso de víveres. Posiblemente tarden unos días, quizá semanas, en con­trolar el brote, y ya sabes: mejor que sobre que no que falte. A mí me sobra comida, quizá tú puedas… darme algo a cambio. Hay que mantenerse unidos.
— ¿Tú eres tonto? Te presentas aquí con eso y pretendes que te escuche. Que te los cambie por… algo. ¿Qué coño quieres que te dé a cambio? Unas sardinas en escabeche. Mejor aun, podemos orga­nizar una cena mientras vemos en el telenoticias cómo se comen a unos cuantos hombres. Tengo un vino en la despensa para ocasio­nes especiales.
No sé qué retahila de despropósitos soltó después de esto, tuve que utilizar técnicas de yoga para evadirme. Con unas respiraciones controladas fue suficiente. Las cosas no iban como esperaba. Tenía que esgrimir el mejor de los argumentos para lograr que aceptase el trueque, así que puse a trabajar todo mi ingenio para la acometida final. Decidí también dejar los víveres en el suelo y poder utilizar todos los recursos expresivos para comunicarme.
Bueno, no hace falta insultar. En cualquier caso, me gustaría que sopesases tus comentarios antes de esputarlos. Sólo pretendo mejorar tu estatus y, de paso, las expectativas de vida de ambos. Por otra parte, tu estado de nervios pone de manifiesto tu incapa­cidad para tomar decisiones en esta coyuntura, lo que fundamenta el motivo de mi visita. En las crisis, alguien tiene que comandar el grupo, y cuento con la formación necesaria para desempeñar esa tarea: mi buena forma física, junto con mis técnicas de combate y estrategia militar, me convierten en el mejor candidato. Déjeme decirle que he visto la mayoría de las películas bélicas que se han realizado y tomado buena nota de todo lo expuesto en ellas. Creo que lo más conveniente sería asumir la defensa del edificio y la de sus ocupantes, o sea, nosotros. El caso es que, aunque estoy pre­parado en lo que respecta a refugio y víveres, descuidé la logística armamentística, fruto de la exigente regulación legal y de un infor­me psicológico totalmente inadecuado para mis propósitos, aunque no me gustaría profundizar en este tema por lo doloroso que me resulta de por sí. Como iba diciendo, ese pequeño inconveniente es el que me ha llevado a ofrecer mis viandas a cambio de tu arma y, si no te importa, de unas clases particulares de tiro que podríamos realizar fuera, en el jardín.
No puedo asegurar que mi discurso fuese al cien por cien tal y como lo he transcrito, pero básicamente éstas son sus líneas maes­tras. Y las posibles omisiones, no siendo importantes, tampoco varían en exceso. Queda patente que el argumentarlo era el adecuado, al igual que los motivos y el propósito. Dejo en todo caso que sea el posible lector quien juzgue y tilde, o no, de inadecuada la resolución de mi interlocutor, que se limitó a apuntarme directamente al entrecejo con su pistola y, sin mediar palabra, me cerró la puerta en las narices. Ante tal tesitura, no pude más que recoger las viandas del suelo y volver a casa; después de meditar, he decidido no perder el tiempo en análisis estériles y he seguido con mi plan para el día de hoy: ir al centro comercial.
Un último vistazo a través de la ventana confirmaba que no había Zs en la costa. Más bien las calles estaban desiertas. Era evidente que todos habían abandonado el pueblo, y los que quedaban no estaban por la labor de salir de sus casas. El trayecto hasta el centro comercial se hizo agradable. Si no nos estuviera aniquilando un ejército de Zs, hoy podría haber sido un gran día. Eché de menos saludar a algunos de mis vecinos, comprar el diario y… tomarme el café; aun así, tuve tiempo de acariciar a García, uno de los gatos del pueblo. Lo delica­do del momento me hizo volver a la realidad y concentrarme en la misión. Evité, por no correr peligros innecesarios, los lugares con poco sol, como callejones y portales. Crucé el parque donde suelo hacer ejercicio y topé con lo que consideré un golpe de suerte: el súper había abierto sus puertas. Observé con gratitud que el coche del encargado del supermercado estaba aparcado justo en la entrada con la puerta del conductor abierta, hecho que despertó mis suspi­cacias. No revelo su nombre por salvaguardar su intimidad y por razones que quedarán sobradamente justificadas. Llamémosle XY, un término que describe a la perfección su personalidad; no quiero extenderme en ello, espero que se entienda la sutileza.
No ha sido sino desde la seguridad de mi morada desde donde he podido urdir la trama del calvario del pobre XY, aunque dejaré para el final las conclusiones. En cualquier caso, intenté no dejarme llevar por un arrebato de euforia ante tan inesperada recompensa. El fracaso del trueque todavía rondaba mi mente; el éxito de la operación me habría colocado en una disposición muy diferente: con un arma y unas clases de tiro, el riesgo habría estado controlado. Además, un análisis detallado del panorama reveló incongruencias que provocaron el prurito de la desconfianza, y eso no era presagio de buenos augurios. Como mínimo, he apren­dido a prestar atención a una especie de sentido arácnido (que se revela como esa desazón o prurito ya descrito) que me previene de situaciones potencialmente peligrosas.
Sin más preámbulos, crucé las puertas de entrada. No había personal, ni cajeras, ni atención al cliente ni vendedor de billetes de lotería. Tampoco en ninguna de las tiendas que se ubican dentro del centro comercial, ni siquiera en el recinto del súper propiamente dicho, parecía haber nadie. Uno de esos establecimientos, como dije, era el estanco donde debía conseguir el tabaco de pipa. Todo el recinto se encontraba en penumbra, circunstancia que me puso en guardia. Me acerqué con cautela felina al local, sospechosamente abierto, al igual que el resto de las tiendas. Era evidente que algo raro había ocurrido, aunque la falta de pruebas evitó un juicio con bases empíricas, lo que me indujo a seguir adelante. Mi sentido arácnido seguía emitiendo señales de peligro, aunque todavía no era consciente de su importancia. En cualquier caso, a esas altu­ras, era darse media vuelta y volver a casa con otro fracaso a mis espaldas o regresar como un cazador victorioso, con la pieza desea­da: mi tabaco de pipa. Abrí la puerta del estanco y requerí aten­ción… Nada. No insistí: me pareció apropiado autoservirme. Dejé el importe encima del mostrador y cogí el cambio de la máquina registradora. Me decanté por una mezcla aromática presentada en una lata con motivos tribales. Guardé la lata de tabaco en el bolsillo de la chaqueta y abandoné el establecimiento. El éxito de aquella primera intervención contribuiría a subirme el ánimo y al alivio de mis necesidades intestinales sin contratiempos.
Desde el pasillo central fui recorriendo el centro comercial: sección de juguetes, menaje del hogar, deportes, hasta la de herra­mientas, donde, a la vista de sierras, taladros y hachas, decidí parar y hacerme con una de estas últimas, que empuñé hasta el final del pasillo central, donde se encontraba la sección de bebi­das. Durante el trayecto no encontré más que un carrito de la compra, que aparté sin miramientos y que, a la postre, resultaría vital para salvar mi vida, razón por la cual lo menciono. No pude evitar abrir una lata de bebida isotónica: tanto trajín requería una restitución de las sales minerales que había perdido mi organismo como consecuencia del estado de tensión al que estaba sometido. Mi intención era abonar el importe, tanto de la recién adquirida arma como del reconstituyente líquido, aunque el desarrollo de los acontecimientos me impidió cumplirla. El importe, que asciende a 15, 20 euros, será abonado a quien corresponda tan pronto acabe el holocausto Z.
Volviendo a los hechos, a mano izquierda del pasillo central se encontraba el almacén. No había tenido noticias de XY, y aunque no se encontraba en la lista de mis prioridades, un encuentro con él me habría sido útil; además, se me había ocurrido que quizá el centro comercial contara con alguna sección o tienda donde adquirir un arma de fuego, cosa que subsanaría el contratiempo con mi vecino.
La única alternativa era mirar dentro del almacén: blandiendo el arma, me dirigí hacia las lamas de plástico que hacían de puerta. Antes de cruzarlas, me pareció prudente vociferar el nombre de XY, un error que casi acaba con mi vida. De entre las lamas de plástico surgió lo que sería mi primera experiencia Z, mi primer encuentro. Un individuo Z es bastante más desagradable de lo que a priori podríamos imaginar: no ya porque físicamente el ser humano sufre una transformación poco favorecedora, sino porque ésta va acom­pañada de un tufo fétido intolerable a cualquier olfato, además de una halitosis galopante de la que eran presa estos engendros. Un salto ágilmente ejecutado hacia atrás evitó un ataque mortal. Digo mortal porque habría sido el almuerzo del Z. Para profanos en el tema, he de pormenorizar este dato. Cabían dos tipos de ataque Z: el mortal, ejecutado únicamente para alimentarse, satisface sus necesidades más elementales. Es sumamente agresivo, pues estan­do famélico la única y máxima prioridad es la de proporcionarse alimento; y el «ataque transubstancial»: en este caso, el Z intenta perpetuar su especie mordiendo a la víctima para transferir su con­dición. El ataque no es mortal en sí mismo, entendiendo «mortal» en su acepción primigenia, claro. Sume a la víctima en un periodo de letargo durante el cual va experimentando su transformación. Necesita entonces un lugar oscuro y con unas condiciones termohigrométricas concretas. Puesto que XY había sufrido un ataque transubstancial y ya había llevado a cabo el proceso de hibernación, sólo necesitaba comer.
Mi primera reacción fue la de soltar un mandoble que acabó cer­cenando las manos del atacante, aunque la fuerza imprimida en el acto reflejo hizo que mi única arma de defensa acabase empotrándose contra una garrafa de aceite que escanció el líquido por el suelo. Había perdido el hacha, lo cual me dejaba en una situación de inferioridad manifiesta, pero había privado a mi agresor de su capacidad prensil, lo que dificultaría satisfacer sus necesidades alimentarias mediante un nuevo ataque al uso. XY-Z no pareció experimentar dolor algu­no, o al menos no profirió gritos o sonido gutural asimilable que lo evidenciase. Di media vuelta y deshice el trayecto recorrido; al llegar al pasillo central, miré de soslayo a mi perseguidor, que había resbalado con el aceite vertido en el suelo, lo cual me llevó a dar por buena la pérdida del arma y a ganar distancia de ventaja. Se afanaba en intentar sobreponerse —ponerse en pie, más bien —, aunque las características resbaladizas del líquido y una base de superficie de apoyo disminuida —sus muñones— contribuían a que cada tentativa acabase con el XY-Z dando una y otra vez de bruces contra el suelo. El fotograma, de no ser por lo comprometido que era de por sí, resul­taba de lo más cómico. No me detuve más tiempo a comprobar cómo solventaba el problema, aunque de algún modo lo consiguió, porque, al volver a mirar hacia atrás, lo vi correr con más pena que gloria, eso sí, tras de mí. Este hecho confirma, como ya quedó de manifiesto con motivo de los altercados en el transporte público, que estos seres gozan de recursos intelectuales suficientes como para subsanar pro­blemas simples.
Eché a correr por el pasillo central hacia la salida. A mitad de camino encontré el carro de la compra que había apartado ante­riormente. XY-Z había salvado más de la mitad de la distancia que me separaba de él. Antes de su transformación, XY-Z practicaba atletismo; me parece recordar que los 200 metros lisos eran su especialidad. En alguna ocasión nos habíamos cruzado durante mis ejercicios matutinos por el parque, y ahora parecía, pese a su nuevo estado, que conservaba sus capacidades atléticas, hecho que debería tener en cuenta para próximas ocasiones. Necesitaba recurrir a una medida desesperada y, sin pensarlo, abordé el carro de la compra, el mismo que había apartado de mi camino momentos antes, con un salto en plancha que aceleró mi huida en los primeros metros. Por suerte, el acecho se había vuelto a inte­rrumpir: en esta ocasión mi enemigo se encontraba a cuatro patas, con los muñones plantados en el suelo intentando recuperar la verticalidad. Volví a imprimir velocidad a mi transporte a modo de patinete hasta que llegué a la intersección de la salida, donde abandoné el carro de un salto acrobático que acabó estrellándolo contra un televisor LCD de última generación. Rodé por el pavi­mento aplicando técnicas militares y quedé plantado en posición de defensa mirando hacia donde debía encontrarse mi atacante. Efectivamente, XY-Z, en un alarde de sentido práctico, intenta­ba quitarse las botas, que, con las suelas impregnadas de aceite, le impedían un avance seguro, aunque la pérdida de los dígitos hacía la labor imposible. La cuestión es que el nuevo contratiempo me dio margen suficiente para alcanzar la salida. La providencia quiso que, en primera instancia, las llaves del coche estuvieran en el contacto y, en segunda instancia, que no arrancase a la primera. Insistí en girar la llave de contacto, pero el veredicto fue el sonido ahogado del motor. Sabía que no podía demorarme, porque con las ya demostradas habilidades Z no tardaría en encontrar una solución al problema de las botas. Volví a intentarlo, aunque con idéntico resultado. No fue hasta el cuarto o quinto intento —XY-Z aparecía por la puerta directo hacia mí — cuando el coche arrancó. Al cruzar el umbral de la puerta del centro asistencial, los rayos solares alcanzaron la piel cianótica de mi perseguidor, cosa que no pareció gustarle, pues retrocedió profiriendo una especie de grito y volviendo de inmediato al solaz de la luz artificial del interior. Tuve el tiempo suficiente para accionar el mecanismo que ponía en marcha el vehículo y alejarme del lugar con mi lata de tabaco de pipa en el bolsillo. Ahora me doy cuenta de que, una vez aban­donado el recinto, estaba seguro, ya que los rayos ultravioleta con­vertían el exterior en un hábitat excluyente para mi perseguidor, aunque mi percepción entonces distaba mucho de ser así.
Abandoné el lugar precipitadamente y, he de decirlo, sin respe­tar los límites de velocidad establecidos; incluso llegué a saltarme algún stop, y algún que otro semáforo en ámbar. Espero en todo caso que se hagan cargo, y no declino las posibles responsabilidades que de ello pudieran derivarse, sin perjuicio de alegaciones que estaría dispuesto a argumentar en mi favor, claro está. De todas maneras, a medida que me distanciaba de la zona cero y mi frecuencia cardíaca se estabilizaba, adecué mi conducción a lo establecido por la DGT. El trayecto hasta mi campamento base no merece especial atención. Pude recuperar la calma y llegar sin incidentes.
Aparqué el coche delante de casa. García, el gato del pueblo, ha venido a saludarme de forma inmediata y efusivamente, acto que he agradecido con unos golpecitos en la cabeza del felino. He entrado dentro de casa activando todos los sistemas de seguridad. Por primera vez desde que lo hice instalar, he sentido que estaba sacando provecho a la sumamente cara inversión, y que resultaría amortizada con creces en estas jornadas poco halagüeñas. La idea surgió de la lectura de otro género denostado por los críticos menos evolucionados de nuestro tiempo: los cómics. Quizá de lo acaecido hasta ahora resulten los héroes de nuestro tiempo, pero ésa es otra historia de la que tal vez pueda dar cuenta en otra oportunidad. La cuestión es que necesitaba contar con un lugar donde protegerme de las agresiones externas, el refugio impenetrable desde donde planificaría mis ataques contra el hampa y en el que fabricaría los artilugios que tendrían que ayudarme a ponerlo en práctica. Al principio dudé de si era buena idea, pero la lectura y el posterior visionado de un film en el que quedaban de manifiesto las ventajas de contar con uno en condiciones similares terminaron por conven­cerme. Así que convertí mi casa en una especie de refugio nuclear que me pondría a salvo de contingencias inesperadas. Al estar dota­da de cámaras de vigilancia en su perímetro y de monitores en el interior, podía tener un control total del exterior. Incluso cuento con sistemas de autoabastecimiento de luz y agua: el mirador perfecto del holocausto Z del que estaba siendo testigo.
Mi primer cometido ha sido desprenderme de la ropa, pues he pensado que podía ser un foco de infección que no convenía conser­var; aun así, antes de proceder a su destrucción, me había propuesto realizar un pequeño análisis visual detallado, por si pudiera aportar pruebas, indicios u otros elementos que aprovechar en la contienda con XY-Z. He aplazado la autopsia textil para después de la ducha. Me ha asaltado la idea de que quizá, durante la persecución, y más concretamente durante el primer ataque, pudiera haber sufrido alguna herida, lo que tendría unas consecuencias impredecibles. Esto habría significado poner en marcha el «Protocolo de Actuación en Caso de Herida durante una Crisis Z», que requería la cuarente­na del individuo atacado y otras medidas de las que por suerte no tengo que dar cuenta.
Una inspección ocular de mi cuerpo ha revelado, además de un admirable tono muscular, una incólume superficie corporal, lo cual he celebrado con una profusa ducha que ha activado mi capacidad deductiva. Expongo las conclusiones del proceso mental que ha desembocado en la siguiente teoría: XY se encontraba en la ciudad cuando ha estallado la revuelta Z, y sin duda ha resultado ataca­do, pero, conservando parte de su condición y de sus capacidades humanas, ha tenido tiempo de volver al pueblo en su coche. Durante el trayecto, sus condiciones han ido transmutando a las propias de un Z, aunque, no habiendo transcurrido suficiente tiempo para completar la transubstanciación, y habiendo perdido la mayor parte de su humanidad (aunque no la mentalidad proletaria), ha termi­nado allá donde pasa la mayor parte de su tiempo: en su puesto de trabajo. Exánime, ha abierto las puertas y, seguramente víctima del delirio, ha terminado de llevar a cabo algunas de las tareas rutinarias de un día de trabajo normal. Por último, como un animal herido, ha buscado refugio en un lugar oscuro para completar la transubstanciación. Por fortuna, he sido yo quien lo ha despertado de su hibernación: otro ser humano, carente de mis capacidades físicas e intelectuales, se habría convertido en el desayuno del Z.
Sólo quedaba proceder a la inspección ocular minuciosa de las ropas. Por suerte, las había dejado en un pequeño patio interior con acceso desde la cocina. Al acercarme a ellas, me han dado arcadas: un pestilente olor ha penetrado por mis delicadas fosas nasales alterando el ph de mi estómago. Aunque el siguiente dato menoscabe mi imagen, he de confesar que he tenido que hacer una visita urgente al lavabo víc­tima de una descomposición mayúscula. Me he vaciado como nunca había experimentado, pese a mi tendencia al estreñimiento, y casi me he quedado sin fuerzas sentado en la taza del váter mientras un sudor frío me bañaba el cuerpo. He debido de quedarme del color del helado de coco. Ha sido como si la vida se me fuese por la puerta trasera; para colmo, no había papel en el portarrollos.
Una vez solventado el inusitado capítulo intestinal, he proce­dido a la inspección de las pruebas. Previamente he tomado unas improvisadas medidas preventivas adecuadas a mis propósitos: me he ataviado con unos guantes de látex (los que utiliza mi asistenta), una cofia (una bolsa de plástico ha hecho las veces), una bata blanca (en concreto la del baño) y unas gafas (las de sol), aunque de estas últimas he tenido que prescindir por dificultar una inspección ocu­lar detallada.
Lo único destacable, para no aburrir al posible lector con el minucioso proceso, ha sido, paradójicamente, lo infructuoso del mismo. Aparte de las marcas producidas por el trajín de la perse­cución, no había muestra alguna. Obviamente, esperaba encontrar improntas de sangre o sustancia análoga que, en un posterior aná­lisis, y con los medios técnicos adecuados, revelasen información genética o de otra naturaleza del nuevo individuo.
Lo precipitado de los acontecimientos evitó que me diese cuen­ta de algo que he deducido utilizando las técnicas de autohipnosis reveladas por mi psiquiatra. Un revisualizado mental del instante en el que cercené las manos de XY-Z demuestra que no se produjo hemorragia alguna, lo que explicaba la ausencia de sangre Z en la camiseta, dato este que ha derivado en otro alarde deductivo por mi parte: si no sangran, su muerte no puede producirse como consecuencia de una hemorragia, lo que se hace ineficaz cualquier ataque con esta pretensión y confirma la teoría de que la forma más eficiente de acabar con ellos es destruir el centro neurálgico que rige la integridad de sus funciones vitales, o sea, su cerebro. Después de tanta deducción y análisis, y del capítulo intestinal, mi mente ago­tada ha necesitado un pequeño asueto.
He concluido el proceso de análisis destruyendo las evidencias textiles. He considerado que no constituían prueba alguna y que, a falta de más referencias, su conservación, como ya he comentado, podía constituir un peligro en sí mismo, de modo que, junto con los demás desperdicios caseros, las he tirado a la basura, que he sacado inmediatamente de casa. Era indispensable: ese olor estaba apoderándose de todas las estancias de la casa. A las 3. 00 p. m., con un sol que, aunque no para sufrir una insolación, resplandecía con todo su esplendor e inhabilitaba cualquier ataque Z, me he deshecho de los desperdicios de la autopsia. Como dato premonitorio — más adelante se entenderá, aunque en ese momento no supe interpretarlo —, debo mencionar el hecho de que poco después de lanzar la bolsa de basu­ra al contenedor han aparecido del orden de media docena de gatos disputándosela. He calificado la conducta como normal dentro de las que un felino callejero famélico puede manifestar, aunque ahora sé que me equivocaba: lo único que parecía interesarles de su contenido era mi ropa.
He vuelto a casa, me he preparado un tentempié, he cargado una pipa con el tabaco recién adquirido, aunque no sin cierto temor a que provocase un nuevo episodio de diarrea incontrolada (cosa que no ha ocurrido), y he prestado atención a las últimas noticias que se escuchaban en televisión: las horas diurnas han sido aprovechadas por las autoridades para el reclutamiento civil voluntario. Por lo visto, batallones improvisados de estos voluntarios dedican las horas de sol a realizar batidas en lugares donde previsiblemente se resguardan los Z para acabar con ellos, cosa que parece no haber tenido mucho éxito, pues muchos de ellos, a la hora de la verdad, ponían pies en polvorosa, y viéndose perse­guidos por sus compañeros de rastreo, disparaban sobre ellos pro­vocando bajas entre sus propias filas. Por otra parte, la comunidad científico-militar parece ir haciendo avances en la confección de un arma eficaz contra los Z. Se trabaja en una especie de aerosol, aunque parece que el problema estriba en que los efectos aniquila­dores funcionan de igual modo en humanos, lo cual hace inviable su uso indiscriminado, al menos en zonas adineradas, lo que me tranquiliza. No recuerdo mucho más, porque una sensación de cansancio extremo ha terminado de alienarme en el sofá.
He despertado pasadas las 6. 00 p. m. El sol se ocultaba en el hori­zonte y, aunque reconfortado por la siesta, la llegada de la noche me ha inducido a ponerme en modo alerta. He decidido mantenerme ocupado: he encendido otra pipa. Dado que no quedaban teorías que analizar, me ha parecido buena idea ver alguna de las obras que tenía en mi videoteca particular. Las recordaba fotograma por fotograma, pero nunca se sabe qué nuevas revelaciones podía apor­tar un nuevo visionado. He seleccionado Zombi Deep, Zombi Zoom y Zombi Attack. Durante el visionado de la segunda me ha asaltado el hambre, aunque he preferido no interrumpir el estudio con una cena al uso y me he preparado un bocadillo de jamón ibérico que ha colmado mis expectativas culinarias.
La revisión fílmica no ha puesto sobre la mesa novedades, aun­que me ha hecho pasar un buen rato y me ha permitido concluir que las teorías que he planteado hasta ahora tienen visos de veracidad. Me he levantado a beber un vaso de agua y ha sido entonces cuando lo he visto a través de uno de los monitores: plantado delante de mi ventana, debajo de una farola, pretendidamente a la vista. Ahora comprendo que no fue una buena idea aparcar enfrente de casa, pues ha revelado mi posición al enemigo. He podido adivinar en su mirada una auténtica animadversión personal (confirmada con un zoom de cámara) que no presagia nada bueno y que, además, pone de manifiesto la capacidad de un Z para experimentar un sen­timiento puramente humano: el odio, intrínsecamente relacionado con el recuerdo. La situación no me era favorable: además de ser el plato principal de XY-Z, había rencillas personales, lo que dotaba a mi oda personal de un toque dramático. Si bien cabe la posibi­lidad de que un Z pueda albergar sentimientos humanos, hasta ahora negativos, también podría concebirse que experimentase sus contrarios, aunque, sinceramente, esta teoría quedaba rebatida por lo acaecido hasta el momento. De todas maneras, tiempo habrá de confirmar, o no, el planteamiento. La cuestión es que he presenciado una secuencia dantesca: García, el gato que solía merodear por las cercanías de mi casa, se ha acercado a XY-Z. Iba olfateando el aire como si un canto de sirena lo hubiera sumido en trance, parecía estar olisqueando un manjar al que no pudiera resistirse. Al princi­pio no he sabido responder a tan extraño comportamiento, aunque un recuerdo olfativo inconfundible ha acabado por invadirme, junto con la imagen de García saludándome entusiasmado al llegar a casa esta mañana. Parece evidente que no era por mi persona por lo que el felino había mostrado tan profuso interés, sino más bien por ese tufo inconfundible con un resabio a pescado podrido que aplastó mi delicado sentido del olfato en el primer encuentro en el centro comercial, del que quedé impregnado y que convertía a XY-Z en una especie de cubo de basura restaurante para García, que se acercó sin intuir lo que le esperaba. Al llegar a la altura del Z, ha empezado a lamerle los pies descalzos: XY-Z se ha agachado, ha recogido a García del suelo con los brazos y se lo ha acercado a la boca. García parecía sumido en un deleite olfativo orgásmico y no paraba de lamer la cara del Z, quien, con un ataque rápido y certero, ha mordido el gaznate del felino. Al principio ha presentado batalla con rápidos y espasmódicos movimientos de sus patas traseras que han terminado por saltarle un ojo a XY-Z y le han dejado la cara como un mapa de ferrocarriles, aunque no le han inmutado lo más mínimo. En un segundo ataque ha «destraqueado» —permítaseme la expresión pues define con exactitud el hecho— al pobre García. Evitaré pormenorizar los minutos que han seguido al primer mor­disco, pero básicamente XY-Z ha proseguido con su particular pis­colabis, del que ha dado buena cuenta rápidamente. Al terminar, ha estrellado los restos de García (un saco de huesos y piel) contra una farola. Incluso me ha parecido adivinar, por los gestos faciales de XY-Z, un profundo eructo, aunque este dato no puedo confirmarlo a ciencia cierta. He recibido el mensaje alto y claro, pero no ha con­seguido amedrentarme: quién sabe en cuántas ocasiones he visto escenas parecidas en mi pantalla plana de 52 pulgadas. Quizá un animal doméstico no ha sido un recurso muy utilizado en la ficción, aunque no desmerece en absoluto.
Después, el satisfecho comensal ha llamado mi atención de nuevo: XY-Z ha empezado a hurgarse la entrepierna. Los muñones impedían lo que quiera que intentase llevar a cabo, cosa que ha que­dado de manifiesto segundos después: una mancha ha empezado a expandirse desde la zona pélvica hacia los muslos: se había meado encima. Con franqueza, me ha dejado de pasta de boniato: las nece­sidades fisiológicas tampoco se mencionaban en los diferentes tra­tados zombi, que las obvian o descartan sin reparo alguno. Estaba claro que el Z que tenía delante había vaciado su vejiga delante de mis narices. Lamentablemente, las circunstancias que rodeaban el acto impiden aportar datos más concretos acerca de las caracterís­ticas de la orina.
Desconozco si la escena en su conjunto representaba algún tipo de rito animal primario, como el de marcar territorio, al igual que hacen los canes. Lo que parecía claro es que el espécimen aprove­chaba sus horas nocturnas de actividad para satisfacer todas estas necesidades. Había sido testigo de las siguientes: comer (ésta creo que todavía no la ha resuelto, por el tamaño del felino, digo; no obs­tante, como parecía que, al margen de la carne humana, no renun­ciaba a otros manjares, podría subsanarla cómodamente); beber: no sé si la resuelve a través de la ingesta de alimentos sólidos o si su hidratación proviene además de otros líquidos, y, por último, mingitar, de la que acababa de ser testigo. XY-Z, orinado de arriba abajo, ha desaparecido entre las sombras.
Las horas siguientes las he dedicado a trazar un plan para darle la vuelta a la tortilla. He pensado que si bien por las noches soy presa fácil y mis posibilidades de supervivencia se reducen, durante el día la cosa cambia… puedo ser cazador en vez de presa. Dadas las capa­cidades intelectuales de XY-Z, es cuestión de tiempo que encuentre la manera de ir socavando mis defensas. Podría ser que tuvieran capacidad de comunicarse, por lo que un grupo lo suficientemente grande y organizado acabaría por minar los sistemas de seguridad, repartiéndoseme en el postre. Teniendo en cuenta que el pueblo está desierto, o eso parece, y que mi único aliado, mi vecino, no parece estar en mi línea de acción, se hace imprescindible resolver la ecua­ción y volver a intentar un acercamiento con el todavía propietario del arma. Conseguir la pistola vuelve a ser prioritario, sobre todo ahora, cuando eliminar a XY-Z es, paradójicamente, la opción más segura para mí. Mañana iré en su busca.
Son las 2. 00 a. m., sin novedad desde que el Z se ha ocultado en la oscuridad buscando ampliar su territorio de caza: vagará por las calles desiertas en busca de alimento o de la manera de perpetuar su especie. Concluyo el relato de los pormenores del día de ayer. Dado que no puedo hacer nada y no me encuentro demasiado bien, me voy a dormir. Mañana será un duro día.

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