Zothique. El último continente

Junto con sus colegas y amigos epistolares H.P. Lovecraft y R.E. Howard, Clark Ashton Smith, nacido en Long Valley, California, en 1893, formaba parte del grupo conocido como «los tres mosqueteros de Weird Tales», que nutrió las páginas del popular magacín con relatos fantásticos y de terror, contribuyendo al auge de la revista en su era dorada (1928-1939) y creando un nuevo tipo de ficción de terror. CAS vivió la mayor parte de su vida en una cabaña del pueblo de Auburn, en California, donde se ocupó de su propia educación. Tras una primera etapa como poeta, en 1926 comienza a escribir relatos de corte fantástico que va publicando en Weird Tales. Aunque vivió hasta 1961, en 1937, sin motivo aparente, dejó de escribir.
Zothique, el último continente (1932-1937), reúne los dieciséis relatos ambientados en el mundo imaginario de Zotique. Según Lin Carter, «C.A. Smith concibe Zothique como el último continente de la Tierra, en un futuro muy distante en el que el sol se ha oscurecido, el mundo ha envejecido y feroces mares han engullido el resto de los continentes. Las ciencias han sido olvidadas con el devenir de los siglos; las oscuras artes de la brujería y la magia han resurgido. El resultado es un mundo oscuro de misterios ancestrales donde reyes lujuriosos y depravados y héroes vagabundos exploran y viven aventuras en paisajes tenebrosos, luchando con fuerza y sabiduría contra poderosos nigromantes y dioses extraños, bajo un sol moribundo». 
«C.A. Smith –comentaba Lovecraft– utiliza siempre como fondo un universo tremendamente remoto y paralizante: selvas de flores venenosas e iridiscentes en las lunas de Saturno, ominosos y grotescos templos en la Atlántida, en Lemuria y en olvidados mundos más antiguos, y pantanos malsanos y húmedos salpicados de hongos mortíferos en regiones espectrales más allá de los confines de la tierra».

ANTICIPO:

EL DIOS CARROÑERO

-Mordiggian es el dios de Zul-Bha-Sair -dijo el posadero con afectada solemnidad-. Ha sido el dios desde tiempos que se pierden en la memoria de los hombres en una penumbra más profunda que los subterráneos de su negro templo. No existe otro dios en Zul-Bha-Sair. Y todos los que mueren dentro de las murallas de la ciudad son ofrecidos a Mordiggian. Incluso los reyes y los aristócratas, al morir, son entregados a sus taimados sacerdotes. Es la ley y la cos­tumbre. En breve, los sacerdotes vendrán a por vuestra esposa.
-Pero Elaith no está muerta -protestó el joven Phariom por ter­cera o cuarta vez, con lastimera desesperación-. Su enfermedad adopta la durmiente apariencia de la muerte. Ya en dos ocasiones anteriores ha yacido insensible, con pálidas mejillas y la sangre para­lizada en sus venas, de forma difícilmente distinguible de la de la tumba, y en las dos ocasiones se ha despertado al cabo de unos días.
El posadero echó un vistazo con expresión de suma incredulidad a la joven que yacía sobre la cama del ático pobremente amueblado, blanca e inerte como un lirio cortado.
-En ese caso no deberíais haberla traído a Zul-Bha-Sair -afirmó con un tono de solemne cinismo-. El médico ha dictaminado su muerte, y se ha informado de ello a los sacerdotes. Debe ser llevada al templo de Mordiggian.
-Pero nosotros somos forasteros, invitados de una noche. Hemos venido de la tierra de Xylac, en el lejano norte, y esta mañana debe­ríamos haber continuado atravesando Tasuun, en dirección a Pharaad, la capital de Yoros, situada cerca del mar del sur. Sin duda vuestro dios no puede tener derecho a reclamar a Elaith, incluso si estuviera realmente muerta.
-Todos los que mueren en Zul-Bha-Sair son propiedad de Mordiggian -insistió el tabernero sentenciosamente-. Los forasteros no están exentos. Las oscuras fauces de su templo están eternamente abiertas, y ningún hombre, ni niño, ni mujer, en toda su historia, ha logrado evadir su bostezo. Toda carne mortal debe convertirse, lle­gado el momento, en ofrenda al dios.
Phariom se estremeció ante la empalagosa y profética declaración.
-Algo he oído sobre Mordiggian, rumores de viajeros en Xylac -admitió-. Pero había olvidado el nombre de su ciudad, y Elaith y yo entramos desprevenidos en Zul-Bha-Sair… Incluso si lo hubiera sabido, habría dudado de que existiera la terrible costumbre de la que me informáis… ¿Qué clase de deidad es esa que imita a la hiena y al buitre? Sin duda no es un dios, sino un demonio.
-Tened cuidado, no vayáis a blasfemar -le advirtió el posadero-. Mordiggian es antiguo y omnipotente como la muerte. Fue adorado en continentes desaparecidos, antes de que Zothique se alzara de las aguas del mar. Gracias a él, estamos a salvo de la putrefacción y los gusanos. Al igual que en otros lugares la gente ofrece sus muertos al fuego devorador, en Zul-Bha-Sair entregamos los nuestros al dios. Terrible es el santuario, un lugar de terror y oscuras sombras jamás profanado por el sol, en el que los muertos son transportados por los sacerdotes y colocados en un enorme altar de piedra a la espera de la llegada de Mordiggian desde la profunda cripta en la que habita. Ningún hombre vivo, salvo los sacerdotes, lo ha visto jamás, y los rostros de los sacerdotes están ocultos tras máscaras de plata, e inclu­so sus manos están cubiertas con el fin de que ningún hombre pueda contemplar a aquellos que han visto a Mordiggian.
-Pero hay un rey en Zul-Bha-Sair, ¿no es así? Le pediré clemencia ante tan atroz y terrible injusticia. Sin duda él me escuchará.
-Phenquor es el rey, pero no podría ayudaros incluso aunque quisiera. Vuestras súplicas ni tan siquiera serán escuchadas. Mordig­gian está por encima de cualquier rey, y su ley es sagrada. ¡Cuida­do!… los sacerdotes ya vienen.
Phariom, con el corazón atenazado por el horror y la crueldad carroñera que amenazaba la vida de su joven esposa en esta descono­cida ciudad de pesadilla, escuchó un crujido funesto y furtivo en las escaleras que conducían hasta el ático de la posada. El sonido fue aproximándose con una rapidez inhumana, y cuatro extrañas figu­ras entraron en la habitación, profusamente cubiertas con túnicas de color púrpura fúnebre, y llevaban enormes máscaras de plata talla­das con apariencia de cráneos. Era imposible adivinar su verdadera apariencia, porque, tal como había insinuado el tabernero, sus manos estaban cubiertas con manoplas, y las túnicas púrpura caían en amplios pliegues que arrastraban alrededor de sus pies como mortajas desgarradas. Había un halo de horror a su alrededor, en el que las macabras máscaras no eran más que un nimio detalle; un horror que procedía en parte de la postura encorvada y poco natural de sus cuerpos, así como de la agilidad animal con la que se movían, que no se veía mermada por sus ropajes.
Llevaban entre ellos un curioso ataúd, hecho con cintas entrela­zadas de cuero, y unos huesos monstruosos hacían las veces de arma­zón y asideros. El cuero estaba engrasado y ennegrecido como si le hubieran dado uso funerario durante muchos años. Sin dirigirse a Phariom o al posadero, y sin detenerse en ningún tipo de formali­dad, avanzaron hacia la cama en la que estaba tendida Elaith.
Anonadado ante el formidable aspecto de los sacerdotes, y total­mente consternado por el dolor y la ira, Phariom desenvainó de su cinto un pequeño cuchillo, la única arma que poseía. Haciendo caso omiso del amenazador grito del tabernero, se abalanzó furibunda­mente hacia las figuras embozadas. Era ágil y fuerte y, además, esta­ba ataviado con una vestimenta ligera y ceñida, lo cual aparente­mente le otorgaba una pequeña ventaja.
Los sacerdotes le habían dado la espalda, pero, como si hubieran previsto todos sus actos, dos de ellos giraron en redondo con la velo­cidad de tigres, tras dejar caer los asideros de hueso que portaban. Uno de ellos golpeó el cuchillo de Phariom, arrebatándoselo con un movimiento rapidísimo apenas perceptible para el ojo. Luego ambos saltaron sobre él, golpeándole en molinete con los brazos amortajados y lanzándole al otro extremo de la estancia, a una esqui­na vacía. Conmocionado por el golpe de la caída, se quedó tendido sin sentido durante unos minutos.
Se recuperó aturdido y, cuando abrió los ojos, contempló borro­samente el semblante del robusto tabernero inclinado sobre él como una luna sebosa. El pensamiento de Elaith, más doloroso que una puñalada, le trajo de vuelta a la angustiosa realidad. Inspeccionó temerosamente la sombría habitación y vio que los sacerdotes amor­tajados se habían ido y que la cama estaba vacía. Entonces escuchó el engolado y fúnebre graznido del tabernero.
-Los sacerdotes de Mordiggian son misericordiosos, disculpan el frenesí y confusión de los que acaban de perder a un ser querido. Agradece que son compasivos y considerados con la debilidad de los mortales.
Phariom se puso en pie de un salto, como si su maltrecho y dolo­rido cuerpo hubiera sentido la quemazón de un fuego repentino. Deteniéndose sólo para recoger su cuchillo aún tirado en medio de la estancia, se dirigió hacia la puerta. Pero lo detuvo el tabernero, que lo agarraba por el hombro con una mano grasienta.
-Tened cuidado de no traspasar los límites de la clemencia de Mordiggian. No es aconsejable seguir a sus sacerdotes… y peor aún introducirse en la mortal y sagrada oscuridad de su templo.
Phariom apenas escuchó la advertencia. Se liberó con prisa de los odiosos dedos y se giró para marcharse, pero de nuevo la mano lo paralizó.
-Al menos, pagadme el dinero que me debéis por la comida y el alojamiento antes de marchar -le instó el posadero-. Además, está el pago al médico, que puedo hacer por vos si me confiáis la corres­pondiente suma de dinero. Pagad ahora… porque no hay ninguna certeza de que regreséis.
Phariom echó mano del saco de monedas que contenía la totali­dad de su riqueza terrena, y llenó con monedas la palma que se ahuecaba avariciosa ante él sin perder tiempo en contarlas. No se despidió ni miró atrás; descendió las mohosas y húmedas escaleras de la taberna desvencijada y carcomida, como si le espoleara un íncubo, y salió a las sombrías y sinuosas calles de Zul-Bha-Sair.
Quizás la ciudad se diferenciaba poco de otras, excepto en que era más antigua y más oscura, pero para Phariom, que se sentía pro­fundamente angustiado, los caminos que tomaba le parecían corre­dores subterráneos que tan sólo llevaban a un profundo y monstruo­so sepulcro. El sol se había asomado coronando las casas, pero daba la impresión de que no había luz, más allá de un resplandor perdido y lúgubre como el de las profundidades de un templo mortuorio. Los lugareños, probablemente, fueran como otras gentes, pero él los contemplaba bajo un maléfico aspecto, como si fueran vampiros y demonios que iban de un lado a otro ajetreados con las espantosas tareas de una necrópolis.
Con lacerante amargura y presa de la desesperación, recordó la noche anterior, cuando entró con Elaith en Zul-Bha-Sair a la caída del crepúsculo; la joven iba montada en un dromedario que había logrado sobrevivir a la travesía por el desierto del norte, y él camina­ba a su lado, exhausto pero contento. Con el púrpura rosado del arrebol sobre las murallas y cúpulas, con los profundos ojos dorados de las ventanas encendidas, el lugar le había parecido una hermosa ciudad de sueños innombrables, y decidieron descansar uno o dos días antes de continuar el largo y arduo viaje a Pharaad, en Yoros.
Habían iniciado este viaje sólo por necesidad. Phariom, un joven de sangre noble venido a menos, había sido expulsado a consecuencia de los principios políticos y religiosos de su familia, que no coincidían con los del emperador reinante, Caleppos. Llevándose consigo a su reciente esposa, Phariom partió hacia Yoros, donde ciertas facciones aliadas de la casa a la que pertenecía ya se habían establecido y le brin­darían una fraternal bienvenida.
Viajaron junto a una larga caravana de mercaderes, directos hacia el sur de Tasuun. Más allá de los límites de Xylac, en las rojas arenas de las desiertas inmensidades celotianas, la caravana fue asaltada por ladrones, que asesinaron a gran parte de sus integrantes y dispersa­ron al resto. Phariom y su esposa escaparon con sus dromedarios y acabaron solos y perdidos en medio del desierto. Como no lograron encontrar de nuevo el camino hacia Tasuun, tomaron inadvertida­mente otra ruta que llevaba hasta Zul-Bha-Sair, una metrópolis amurallada en el borde sur occidental del desierto, que originalmen­te no había estado incluida en su itinerario.
Al entrar en Zul-Bha-Sair, la pareja se alojó por razones de eco­nomía en una posada del barrio más humilde. Allí, durante la noche, Elaith sufrió el tercer ataque de la enfermedad cataléptica que padecía. Los anteriores ataques, que tuvieron lugar antes de su boda con Phariom, fueron reconocidos en su verdadera naturaleza por los médicos de Xylac, y estos lograron curarlos mediante un tratamiento eficaz. Esperaban que la enfermedad no volviera a manifestarse. El tercer ataque, sin duda, había sido provocado por la fatiga y las penalidades del viaje. Phariom estaba seguro de que Elaith se recuperaría, pero un doctor de Zul-Bha-Sair, que fue avi­sado de forma un tanto apresurada por el posadero, insistió en que estaba realmente muerta, y, en cumplimiento de la extraña ley de la ciudad, informó sin demora de su muerte a los sacerdotes de Mordiggian. Las frenéticas protestas del marido fueron totalmente ignoradas.
Había, aparentemente, una suerte de fatalidad diabólica en el devenir de los acontecimientos por los que Elaith, aún con vida, aunque con los mismos síntomas de la muerte, como era propio de su enfermedad, había caído en las garras de los acólitos del Dios Carroñero. Phariom reflexionó sobre esta fatalidad casi hasta el borde de la locura mientras caminaba con prisa furiosa y sin rumbo por las calles atestadas y eternamente serpenteantes.
Además de la descorazonadora información que el tabernero le había proporcionado, a medida que avanzaba Phariom iba recor­dando más cosas sobre las leyendas que había oído en Xylac. En efecto, maligna y turbia era la reputación de Zul-Bha-Sair; estaba sorprendido de haberlo olvidado, y se maldijo a sí mismo con negros reproches por el transitorio pero fatal olvido. Habría sido preferible que él y Elaith hubieran perecido en el desierto, antes que penetrar por las amplias puertas que, como era costumbre en Zul- Bha-Sair, estaban siempre abiertas aguardando a sus presas.
La ciudad era un centro de comercio al que llegaban los viajeros de otras tierras, pero no permanecían mucho tiempo allí debido al repulsivo culto de Mordiggian, el invisible devorador de muertos, del cual se creía que compartía sus ofrendas con sus sacerdotes amor­tajados. Se decía que los cuerpos yacían durante días en el sombrío templo, y no eran devorados hasta que comenzaba la putrefacción. Y las gentes susurraban cosas incluso más repugnantes que la necrofagia, sobre ritos blasfemos celebrados en criptas atestadas de necrófa­gos, e incluso los usos indescriptibles que se les daba a los muertos antes de que Mordiggian los reclamara. Hasta en los rincones más remotos, el destino de aquellos que fallecían en Zul-Bha-Sair era sinónimo de terrible maldición. Pero para los habitantes de aquella ciudad, criados en la fe del dios necrófago, era simplemente el méto­do habitual y esperado de exequias mortuorias. Las tumbas, sepul­cros, catacumbas, piras funerarias y otras molestias similares eran considerados innecesarios por esta deidad sumamente pragmática.
Phariom quedó sorprendido al ver a los habitantes de la ciudad atareados en sus labores cotidianas. Los porteadores pasaban con far­dos de productos domésticos sobre sus hombros. Los mercaderes se acuclillaban en sus tiendas como lo harían otros mercaderes. Los compradores y vendedores regateaban ruidosamente en los bazares públicos. Las mujeres reían y cotorreaban en las entradas. Tan sólo por sus amplias túnicas de color rojo, negro y violeta, y sus extraños y toscos acentos, podía distinguir a los hombres de Zul-Bha-Sair de aquellos que eran extranjeros como él mismo. La tiniebla de pesadi­lla comenzó a desvanecerse de sus sentidos y, gradualmente y a medi­da que avanzaba, el espectáculo de humanidad cotidiana a su alrede­dor le ayudó a calmar levemente su agitación y desesperación. Nada podía disipar el horror de su pérdida ni el abominable destino que amenazaba a Elaith. Pero en esos momentos, con una fría lógica que brotó de la cruel necesidad, comenzó a considerar el aparentemente insalvable problema de rescatarla del templo del dios-demonio.
Recompuso su semblante y contuvo sus pasos febriles hasta avan­zar con paso distraído, de forma que nadie pudiera adivinar la angustia que le desgarraba por dentro. Fingiendo estar interesado en los productos de un vendedor de ropa masculina, llevó hábilmente la conversación con el comerciante a cuestiones sobre Zul-Bha-Sair y sus costumbres, e hizo preguntas como las que formularía un via­jero de tierras lejanas. El comerciante era hablador y Phariom pron­to fue informado de la localización del templo de Mordiggian, que se encontraba en el corazón de la ciudad. También averiguó que el templo estaba abierto a todas horas, y que la gente podía entrar y salir libremente del recinto. Sin embargo, no había rituales de ado­ración, a excepción de los ritos privados que celebraban los sacerdo­tes. Pocos querían entrar al templo, debido a una superstición que aseguraba que cualquier persona viva que penetrara su penumbra pronto regresaría allí como ofrenda para el dios.
Aparentemente, Mordiggian era una deidad bondadosa a los ojos de los habitantes de Zul-Bha-Sair. Curiosamente, no se le atribuía ningún rasgo físico concreto. Era, por decirlo de alguna manera, una fuerza impersonal afín a los elementos… una fuerza devoradora y purificante, como el fuego. Sus hierofantes eran igualmente misterio­sos; vivían en el templo y sólo emergían de allí para desempeñar sus deberes funerarios. Nadie sabía cómo eran reclutados, pero muchos creían que eran tanto hombres como mujeres, renovando sus filas de esa forma de generación en generación sin mayor trato con el exterior. Otros creían que ni tan siquiera eran seres humanos, sino una especie de entidades terrenales subterráneas, que vivían eternamente y que se alimentaban de los cadáveres como el propio dios. En virtud de esta creencia, en los últimos tiempos se había desarrollado una herejía menor que sostenía que Mordiggian era un mero producto hierático de la imaginación, y los sacerdotes eran en realidad los únicos devora- dores de los muertos. El comerciante, citando dicha herejía, se apre­suró a rechazarla con pía reprobación.
Phariom charló durante un rato sobre otros temas y luego prosi­guió su camino por la ciudad, intentando dirigirse tan directamente hacia el templo como le permitían las enrevesadas calles. No había urdido ningún plan conscientemente, pero tenía intención de ins­peccionar los alrededores. De todo lo que le había contado el comer­ciante de ropa, el único dato esperanzador era que el templo perma­necía abierto para cualquiera que osara entrar. Sin embargo, la poca frecuencia de visitantes haría difícil a Phariom pasar inadvertido, y sobre todas las cosas deseaba evitar llamar la atención. Por otro lado, no había noticia de que alguien hubiera intentado llevarse cuerpos del templo… era una acción tan temeraria que ni siquiera cruzaría las mentes de la gente de Zul-Bha-Sair. Quizás, justamente por la audacia de su plan, lograse evitar toda sospecha y rescatar a Elaith con éxito.
Las calles que recorría comenzaron a descender y hacerse cada vez más estrechas, más lóbregas y más tortuosas que las que había atravesado hasta el momento. Durante unos instantes creyó haberse extraviado y, cuando estaba a punto de preguntar a los viandantes para que le dieran nuevas direcciones, cuatro de los sacerdotes de Mordiggian emergieron de un viejo callejón justo frente a él trans­portando una de las extrañas literas mortuorias de hueso y cuero.
La litera estaba ocupada por el cuerpo de una joven, y durante unos segundos de conmoción y nerviosa agitación, Phariom creyó que se trataba de Elaith. Pero, al mirar de nuevo, salió de su error. El vestido que llevaba la mujer, aunque sencillo, estaba hecho de una clase de tela exótica y rara. Su semblante, aunque pálido como el de Elaith, estaba coronado con rizos como pétalos de amapolas negras. Su belleza, cálida y voluptuosa incluso en la muerte, se diferenciaba de la rubia pureza de Elaith, así como los lirios tropicales se diferen­cian de los narcisos.
Con sigilo y manteniendo una discreta distancia, Phariom siguió a las figuras torvamente ataviadas y su encantadora carga. Vio que los viandantes se apartaban para dejar paso a la litera con una teme­rosa y patente celeridad, y las ruidosas voces de buhoneros y regatea- dores se acallaban al paso de los sacerdotes. Tras oír una conversa­ción susurrada entre dos lugareños, averiguó que la joven muerta era Arctela, hija de Quaos, un alto noble y magistrado de Zul-Bha-Sair. Había muerto rápida y misteriosamente, por causas que los médicos desconocían y que no habían mermado o estropeado su belleza lo más mínimo. Algunos sostenían que un veneno indetectable, y no una enfermedad, fue lo que ocasionó su muerte, y otros la conside­raban víctima de una magia maléfica. Los sacerdotes continuaron su camino y Phariom se mantuvo a una distancia prudencial intentan­do no perderlos de vista a pesar de las calles enrevesadas de escasa visibilidad. Estas se hicieron más escarpadas y no permitían ver los niveles inferiores, y las casas parecían arracimarse aún más, como si se abrazaran para evitar caer por el precipicio. Finalmente, y todavía tras sus macabros guías, el joven llegó a una especie de hondonada circular en el corazón de la ciudad, donde el templo de Mordiggian se alzaba solitario y separado del resto de edificios, y rodeado de adoquinado de lúgubre ónice y cedros funerarios cuyo verdor se había oscurecido como si los hubieran cubierto sombras subterrá­neas de épocas pasadas procedentes del templo mortuorio.
El edificio había sido construido con una extraña piedra, de una tonalidad como el púrpura ennegrecido de la carne corrupta: una piedra que reflejaba el ardiente resplandor del mediodía y la prodi­galidad del amanecer o la gloria de la puesta de sol. Era una cons­trucción baja y sin ventanas, y con forma de monstruoso mausoleo. Sus portales se abrían sepulcralmente a la penumbra de los cedros.
Phariom observó a los sacerdotes que desaparecieron tras los por­tales transportando a la joven Arctela, como fantasmas que portaran una carga espectral. El amplio espacio de pavimento entre las casas que retrocedían espantadas y el templo estaba en esos momentos desierto, pero no se aventuró a cruzarlo bajo la estruendosa y delato­ra luz del día. Al rodear la zona, vio que había múltiples entradas al enorme templo, totalmente abiertas y sin vigilancia. No había señal alguna de actividad en el lugar, pero se estremeció al pensar en lo que estaba escondido tras sus paredes, que se asemejaba al banquete de los gusanos tras el mármol de una tumba.
Como el vómito de un osario, las abominaciones de las que había oído hablar se alzaron ante sus ojos bajo la luz del sol, y de nuevo, bordeó la locura al imaginar a Elaith yaciendo entre los muertos, dentro del templo, con la repugnante sombra de tales criaturas sobre ella, y al saber que él, consumido por un interminable delirio, debía esperar a la engañosa oscuridad antes de poder ejecutar su confuso e incierto plan de rescate. Mientras tanto, ella podría despertar y morir por el terror mortal que la rodeaba… o algo aún peor podría acaecer, si los rumores susurrados eran ciertos…
Abnon-Tha, brujo y nigromante, se felicitaba a sí mismo por el pacto que había realizado con los sacerdotes de Mordiggian. Con­sideraba, quizás correctamente, que nadie con menos inteligencia que él hubiera podido concebir y ejecutar los distintos pasos que habían hecho posible dicho pacto, mediante el cual Arctela, hija del orgulloso Quaos, se convertiría en su incontestable esclava. Ningún otro amante, se dijo a sí mismo, hubiera sido lo suficien­temente ingenioso para hacerse con la mujer deseada de esta manera. Arctela, prometida en matrimonio a Alos, un joven noble de la ciudad, quedaba supuestamente fuera del alcance de las aspi­raciones del brujo. Sin embargo, Abnon-Tha no era un mago común, sino un experto con amplios conocimientos sobre los más terribles y profundos misterios de las negras artes. Conocía hechi­zos que mataban más rápida y eficazmente que un cuchillo o el veneno, y a distancia, y conocía también los más oscuros encanta­mientos para reanimar a los muertos, tras años o incluso eras de podredumbre. Había asesinado a Arctela sin que nadie lo advirtie­ra, mediante un extraño e ingenioso rito con una figura de cera que no había dejado rastro alguno, y su cuerpo yacía en esos momentos entre los muertos, dentro del templo de Mordiggian. Esa misma noche, con la tácita connivencia de los terribles y enmascarados sacerdotes, él la resucitaría.
Abnon-Tha no era natural de Zul-Bha-Sair; llegó allí muchos años antes procedente de la infame isla mítica de Sotar, situada en algún lugar al este del enorme continente de Zothique. Como un elegante buitre joven, se hizo un lugar bajo las mismísimas sombras del templo mortuorio, y prosperó tomando bajo su cuidado a alum­nos y ayudantes.
Sus tejemanejes con los sacerdotes habían sido prolongados y arduos, y el trato que acababa de realizar no era ni mucho menos el primero de este tipo. Los sacerdotes le habían permitido el uso tem­poral de los cuerpos reclamados por Mordiggian, imponiéndole una sola condición: que esos cuerpos no fueran sacados del templo durante el curso de cualquiera de sus experimentos de nigromancia. Debido a que el privilegio era un tanto irregular desde el punto de vista de los sacerdotes, Abnon-Tha tuvo que sobornarles… pero no con oro, sino con la promesa del suministro de productos más siniestros y corrompibles que el oro. El acuerdo fue lo suficiente­mente satisfactorio para todas las partes: los cadáveres entraban al templo con una frecuencia mucho mayor que la habitual desde la llegada del brujo; al dios no le faltaron ofrendas, y Abnon-Tha nunca careció de sujetos sobre los que emplear sus tenebrosas artes.
En general, Abnon-Tha estaba bastante satisfecho consigo mismo. Consideraba que, aparte de su gran dominio de la magia y su agudo ingenio, estaba a punto de manifestar un coraje sin paran­gón. Había planeado un robo que supondría un funesto sacrilegio: sacar del templo el cuerpo reanimado de Arctela. Tales robos (ya fueran cadáveres animados o inanimados), y la pena con la que se castigaban, pertenecían al ámbito de las leyendas, pues no había tenido lugar ninguno en los últimos tiempos. Tres veces terrible, según era comúnmente creído, era el fin de aquellos que lo habían intentado. El nigromante no ignoraba los riesgos de su empresa ni, por otro lado, esto lo detuvo o le hizo sentirse intimidado.
Sus dos ayudantes, Narghai y Vemba-Tsith, informados de sus intenciones, habían llevado a cabo con toda la debida discreción los preparativos necesarios para la huida de Zul-Bha-Sair. La fuerte pasión que el brujo albergaba por Arctela no era el único motivo para abandonar aquella ciudad. Deseaba un cambio, porque ya esta­ba un tanto hastiado de las extrañas leyes, que en realidad servían para restringir sus prácticas nigromantes, al tiempo que en cierto sentido las consentían y facilitaban. Decidió viajar al sur y estable­cerse en una de las ciudades de Tasuun, un imperio famoso por el gran número y antigüedad de sus momias.
En esos momentos se ponía el sol. Cinco dromedarios, criados y entrenados para las carreras, esperaban en el patio interior de la casa de Abnon-Tha, una mansión construida en alto y que parecía a punto de desplomarse sobre la zona abierta y circular que pertenecía al templo. Uno de los dromedarios llevaría un fardo con los libros, manuscritos y parafernalia mágica más valiosos del brujo. Sus con­géneres portarían a Abnon-Tha, a los dos ayudantes… y a Arctela.
Narghai y Vemba-Tsith se presentaron ante él para informarle de que todo estaba preparado. Ambos eran mucho más jóvenes que Abnon-Tha, pero, como este, eran extranjeros en Zul-Bha-Sair. Pro­venían de los pueblos morenos y de ojos oblicuos de Naat, una isla no menos infame que Sotar.
-Muy bien -dijo el nigromante mientras los jóvenes permane­cían frente a él con las miradas bajas tras realizar su anuncio-. Tan sólo tenemos que esperar la hora más favorable. Entre la puesta de sol y la salida de la luna, mientras los sacerdotes cenan en el santua­rio inferior, entraremos en el templo y llevaremos a cabo los rituales para revivir a Arctela. Los sacerdotes cenarán bien esta noche, sé que habrá muchos muertos ya maduros en el gran altar del santuario superior, y quizás también Mordiggian se alimente. Nadie vendrá a vigilarnos.
-Pero, señor -dijo Narghai, estremeciéndose ligeramente bajo su túnica de rojo nacarado-, ¿es buena idea que hagamos esto? ¿Es necesario que saquemos del templo el cuerpo de la mujer? Hasta ahora siempre os habéis conformado con el breve préstamo que permiten los sacerdotes, y siempre habéis devuelto a los muertos en el estado inanimado requerido. En verdad, ¿hacéis bien en vio­lar el mandamiento del Dios? Los hombres dicen que la cólera de Mordiggian, aunque en pocas ocasiones se ha desatado, es más terrible que la cólera de cualquier otra deidad. Y por este motivo nadie ha osado defraudarle en los últimos tiempos, y mucho menos intentar sacar ninguno de los cadáveres de su templo. Se cuenta que, hace mucho tiempo, un alto noble de la ciudad se llevó de allí el cadáver de una mujer a quien amó, y huyó con él hacia el desierto, pero los sacerdotes le persiguieron veloces como chacales… y la suerte que corrió es algo de lo que las leyendas tan sólo susurran débilmente.
-No temo a Mordiggian ni a sus criaturas -afirmó Abnon-Tha, con un tono de ceremoniosa vanagloria en su voz-. Mis dromeda­rios corren más veloces que sus sacerdotes… aunque estos no sean hombres, sino demonios, como algunos afirman. Y es poco proba­ble que nos persigan: tras el banquete de esta noche dormirán como buitres atiborrados. Y por la mañana, cuando despierten, ya estare­mos lejos de camino a Tasuun.
-El maestro tiene razón -apostilló Vemba-Tsith-. No tenemos nada que temer.
-Pero se dice que Mordiggian no duerme -insistió Narghai-, y que vigila todo eternamente desde su negra cripta bajo el templo.
-También yo he oído esos rumores -dijo Abnon-Tha, con un gesto cortante y afectado-. Pero soy de la opinión de que esas creen­cias son meras supersticiones. No hay nada en la verdadera naturale­za de las entidades devoradoras de cadáveres que las confirmen. Hasta ahora nunca he visto a Mordiggian, ni en sueños ni despierto, y con toda seguridad es tan sólo un demonio común. Conozco a estos demonios y sus costumbres. Tan sólo se diferencian de las hie­nas en su monstruosa forma y tamaño, y en su inmortalidad.
-Aun así, me parece mala idea engañar a Mordiggian -susurró Narghai para sus adentros.
Los aguzados oídos de Abnon-Tha captaron estas palabras.
-No, no se trata de engañar. Bien he servido a Mordiggian y a sus acólitos, y he surtido su negro altar copiosamente. Además, en cierta manera, no faltaré a la palabra que di en el pacto sobre Arctela: pro­porcionaré un nuevo cadáver en pago por mi privilegio de nigro­mante. Mañana, el joven Alos, el prometido de Arctela, yacerá en su lugar entre los muertos. Marchad ahora, y dejadme, debo preparar la figura de cera con la que pudriré el corazón de Alos, como un gusano que brota en el corazón de una fruta.
A Phariom, febril y angustiado, le pareció que el día despejado de nubes pasaba con la lenta pereza de un río saturado de cadáveres. Incapaz de calmar su agitación, vagó sin rumbo por los bazares ates­tados de gente, hasta que las torres occidentales se tornaron oscuras sobre un cielo de llamas color azafrán y el crepúsculo surgió entre las casas como un mar gris y espeso. Después regresó a la posada donde Elaith había sufrido el ataque y recuperó el dromedario que había dejado en los establos de la taberna. Montado en el animal, atravesó las calles en penumbra, tan sólo iluminadas por la luz disimulada de lámparas o velas que salía de ventanas entreabiertas, y se dirigió una vez más al centro de la ciudad.
La penumbra había espesado hasta tornarse oscura cuando llegó al espacio abierto que rodeaba el templo de Mordiggian. Las venta­nas de las mansiones que flanqueaban este espacio estaban cerradas y sin luz, como ojos muertos, y en el propio templo, una masa colo­sal de oscuridad, no se filtraba ni un solo rayo de luz, como en cual­quier otro mausoleo bajo las estrellas. Aparentemente, no había nadie en las calles y, aunque la quietud era favorable para sus planes, tembló sintiendo un frío de amenaza mortal y desolación. Los cas­cos del camello chocaban contra el pavimento con un estruendo sobrecogedor y preternatural, y pensó que los oídos de demonios ocultos atentos tras el silencio, sin duda los escuchaban.
Sin embargo, no se apreciaba ninguna señal de vida en aquella sepulcral oscuridad. Tras resguardarse bajo los densos grupos de vie­jos cedros, desmontó y ató las riendas del dromedario a una rama baja. Se mantuvo entre los árboles, como una sombra entre som­bras, se aproximó al templo con infinita cautela y lo bordeó lenta­mente, descubriendo que sus cuatro entradas, que correspondían a los cuatro cuartos de la Tierra, estaban totalmente abiertas, desiertas, e igualmente oscuras. Regresó finalmente al extremo oriental, en el que había atado al camello, y se infundió ánimos para penetrar los portales que se abrían negros ante él.
Cruzó el umbral e instantáneamente se vio engullido por una oscuridad fúnebre y húmeda, tocada con el débil hedor de la carne corrupta y un olor a hueso y carne quemados. Le pareció encontrar­se en un enorme corredor y, avanzando a tientas por la pared de la derecha, en breve llegó a un desvío inesperado, y a lo lejos vio un destello azulado que parecía provenir de algún santuario central al final del pasillo. Unas columnas colosales se perfilaban contra el res­plandor y, a través de este y mientras se acercaba, vio pasar varias figuras oscuras y embozadas que por la longitud de sus perfiles de­bían poseer enormes cráneos. Dos de estas figuras compartían la carga de un cuerpo humano que llevaban en sus brazos. Phariom se detuvo en el corredor en penumbra, y le pareció que el vago hedor a putrefacción en el aire se había hecho aún más fuerte unos segundos antes de que las figuras aparecieran y se marcharan.
Esta comitiva no fue seguida por nadie y el templo volvió a su quietud sepulcral. Pero el joven esperó muchos minutos, vacilante y tembloroso, antes de proseguir su camino. Una opresión de misterio mortuorio espesó el aire y le sofocó como fétidos efluvios de cata­cumbas. Su oído se tornó insoportablemente agudo y escuchó un tenue zumbido, un murmullo de profundas y viscosas voces entre­mezcladas e ininteligibles que parecían brotar de las criptas que había bajo el templo.
Finalmente llegó con sigilo al final del corredor y echó un vistazo a lo que había al otro lado, que obviamente era el santuario princi­pal: se trataba de una estancia de techo bajo y múltiples columnas, y su enorme tamaño apenas podía adivinarse a la luz de los fuegos azulados que ardían y titilaban en numerosos recipientes con forma de urnas que pendían en alto sobre finas estelas.
Phariom se detuvo en el aterrador umbral, porque los olores entremezclados de carne quemada y putrefacta se hicieron más fuer­tes en el aire, como si se acercara a la fuente de los mismos, y le pareció que el pesado zumbido ascendía por una oscura escalera en el suelo, junto a la pared de la izquierda. Sin embargo, aparentemente la habitación carecía de vida, y allí nada se movía a excepción del temblor de las luces y las sombras. Phariom distinguió la forma de un enorme altar en el centro, tallado en la misma piedra negra del propio edificio. Sobre la mesa, apenas iluminados por las urnas ardientes, o cubiertos por la penumbra de las pesadas columnas, yacían unos cuerpos pegados unos a otros, y Phariom supo entonces que había encontrado el negro altar de Mordiggian, donde se dispo­nían los cadáveres reclamados por el dios.
Un miedo salvaje y asfixiante luchaba contra una esperanza aún más salvaje en su pecho. Temblando, se dirigió hacia la mesa, y le asaltó una fría viscosidad producida por la presencia de los muertos. La mesa medía más de treinta pies de largo y se alzaba hasta la altura de la cintura sobre una docena de recias patas. Comenzando por el extremo más cercano, paseó junto a la hilera de cadáveres, compro­bando temeroso cada uno de los rostros vueltos hacia arriba. Esta­ban representados ambos sexos, y varias edades y diferentes clases. Nobles y ricos comerciantes yacían hacinados junto a mendigos de sucios harapos. Algunos acababan de morir y otros, aparentemente, llevaban días allí y empezaban a mostrar las marcas de la corrupción de la carne. Había algunos huecos en la hilera ordenada, lo que sugería que ciertos cadáveres ya habían sido apartados. Phariom continuó bajo la tenue luz buscando los amados rasgos de Elaith. Finalmente, cuando ya casi había llegado al otro extremo y comen­zaba a temer que ya no estuviera entre ellos, la encontró.
Víctima aún de la críptica palidez y quietud de su extraña enfer­medad, Elaith yacía inmutable sobre la fría piedra. Un enorme agra­decimiento brotó en el corazón de Phariom, porque estaba seguro de que ella no estaba muerta… y que aún no se había despertado y contemplado los horrores del templo. Si pudiera llevársela y apartar­la de los alrededores de Zul-Bha-Sair sin ser detenidos, Elaith podría recuperarse de esa enfermedad semejante a la muerte.
Advirtió fugazmente que otra mujer yacía junto a Elaith, y reconoció a la bella Arctela, a cuyos porteadores había seguido casi hasta los portales del templo. No la volvió a mirar, y se inclinó para levan­tar a Elaith en sus brazos.
En ese momento escuchó el murmullo bajo de voces que llega­ban desde la puerta por la que había entrado al santuario. Creyendo que algunos sacerdotes habían regresado, se agachó rápidamente apoyándose sobre manos y rodillas y gateó bajo la pesada mesa, que era el único lugar donde podía esconderse. Retrocedió a las sombras más allá del reluciente haz que desprendían las urnas en lo alto y esperó vigilante entre las gruesas patas.
Las voces fueron aumentando de volumen y vio los pies calzados en extrañas sandalias y las túnicas cortas de tres personas que se acer­caban a la mesa de los cadáveres y que se detuvieron en el mismo lugar en el que él había estado unos segundos antes. No pudo adivi­nar quiénes eran, pero sus ropajes de color tierra rojiza no eran como los ropajes de los sacerdotes de Mordiggian. No estaba seguro de si habían detectado su presencia y, acurrucándose en el reducido espacio en sombra bajo la mesa, sacó la daga de su vaina.
En esos momentos pudo distinguir tres voces, una solemne y empalagosamente autoritaria, otra un tanto gutural y ronca, y la otra aguda y nasal. Los acentos eran extranjeros, y se diferenciaban de los de Zul-Bha-Sair, y Phariom no conocía muchas de aquellas palabras. Además, la mayor parte de la conversación era inaudible para él.
-… aquí… al final -dijo la voz solemne-. Daos prisa… No nos queda tiempo que perder.
-Sí, maestro -contestó la voz ronca-. Pero ¿quién es esta otra?… En verdad, es una mujer bellísima.
Algo parecido a una discusión estaba teniendo lugar, en tonos bajos y discretos. Parecía que el propietario de la voz gutural suplica­ba algo a lo que los otros dos se oponían. Phariom sólo podía distin­guir una o dos palabras aquí y allá, pero logró averiguar que el nom­bre de la primera persona era Vemba-Tsith, y que el que hablaba con voz nasal y aguda se llamaba Narghai. Finalmente, imponiéndose sobre las otras, la voz grave del hombre al que se dirigían únicamen­te como Maestro se pudo oír claramente:
-No estoy de acuerdo en absoluto… retrasará nuestra partida… y ambas deben ir en un solo dromedario. Pero llévatela, Vemba-Tsith, si eres capaz de realizar los encantamientos necesarios sin mi ayuda. No tengo tiempo para realizar un doble encantamiento… Será un buen examen para probar tus competencias.
Hubo un susurro que sonó a gratitud o agradecimiento por parte de Vemba-Tsith. Y a continuación la voz del Maestro:
-Ahora callad y daos prisa.
Un tanto asombrado e inquieto por el asunto de este coloquio, Phariom oyó cómo dos de los tres hombres se acercaban a la mesa y se inclinaban sobre los muertos. Escuchó el crujir de ropa sobre pie­dra, y en un instante vio a los tres avanzando entre las columnas y estelas en dirección contraria a la que habían usado para entrar al santuario. Dos de ellos llevaban cargas que relucían pálidas e indis­tinguibles entre las sombras.
Un negro terror atenazó el corazón de Phariom, porque imaginó con demasiada claridad la naturaleza de esas cargas… y la posible identidad de una de ellas. Se arrastró hacia delante desde su escondi­te y vio que Elaith ya no estaba sobre la mesa negra, ni la joven Arc- tela. También vio las oscuras figuras entre la penumbra que ocupaba la pared oeste de la estancia. Si los raptores eran demonios, o peor que demonios, no lo pudo averiguar, pero avanzó tras ellos rápida­mente; su preocupación por Elaith le hizo olvidar toda precaución.
Al llegar a la pared dio con una salida que llevaba a un corredor, y se zambulló en él. En algún lugar impreciso vio entre la penumbra que se abría ante él un destello de luz rojiza. A continuación escuchó un rechinar metálico y profundo, y el destello se estrechó hasta transformarse en una línea de luz, como si la puerta de la estancia de donde procedía el resplandor estuviera siendo cerrada.
A tientas por la pared, llegó hasta la línea de luz carmesí. Una puerta de bronce ennegrecido había sido dejada entreabierta, y Phariom contempló al otro lado una escena extraña y sacrílega, iluminada por llamas color sangre que centelleaban y se elevaban irregularmen­te en altas urnas que pendían sobre negros pedestales.
La habitación estaba llena de lujos sensuales que contrastaban extrañamente con la mate y fúnebre piedra de aquel templo de la muerte. Había divanes y alfombras de telas extraordinariamente decoradas, de color bermellón, oro, azur y plata, y en las esquinas ardían incensarios de metales desconocidos con piedras preciosas engarzadas. Sobre una mesa baja apartada a un lado había multitud de curiosas botellas y artefactos misteriosos semejantes a los usados en medicina o brujería.
Elaith estaba tumbada sobre uno de los divanes, y cerca de ella, en un segundo diván, había sido depositado el cuerpo de la joven Arctela. Los raptores, cuyos rostros Phariom podía contemplar en ese momento por primera vez, estaban atareados en unas prepara­ciones tan singulares que le dejaron totalmente desconcertado. Su primer impulso de entrar en la estancia fue reprimido por una espe­cie de perplejidad que lo mantuvo hechizado e inmóvil.
Uno de los tres, un hombre alto y de mediana edad a quien iden­tificó como el Maestro, había reunido unos extraños recipientes, que incluían un pequeño brasero y un incensario, y los había coloca­do en el suelo junto a Arctela. El segundo, un hombre más joven con ojos achinados y lasciva mirada, había colocado una parafernalia similar ante Elaith. El tercero, que también era joven y de aspecto maligno, simplemente estaba de pie y miraba con cierto aire de aprensión e inquietud.
Phariom supo que los hombres eran brujos cuando, con una des­treza moldeada a través de una larga práctica, encendieron los incen­sarios y braseros, y comenzaron simultáneamente a entonar palabras medidas rítmicamente de una lengua extraña que acompañaban mojándose los dedos y salpicando a intervalos regulares con negros aceites que caían con fuertes siseos sobre el carbón de los braseros y formaban enormes nubes de humo gris. Oscuros hilos de vapor subían serpenteantes desde los braseros, entrelazándose unos con otros como venas entre las borrosas e informes figuras que se asemejaban a fantasmales gigantes formados por los humos más claros. Un hedor a bálsamos insoportablemente acre invadió la cámara, embar­gando y nublando los sentidos de Phariom, hasta que la escena tem­bló como un espejismo ante sus ojos y adoptó una vaguedad similar a la de los sueños, una distorsión narcótica.
Las voces de los nigromantes subían y bajaban como si entonasen un himno pagano. Autoritarios y exigentes, parecían implorar la consumación de una blasfemia prohibida. Como fantasmas en tro­pel, retorciéndose y girando con una vitalidad maligna, los vapores flotaban sobre los divanes en los que yacían la joven muerta y la joven que mostraba una apariencia de estarlo.
Entonces, cuando se apartó el humo en siniestras volutas, Phariom vio que la pálida figura de Elaith se movía como si despertase; abrió los ojos y levantó una débil mano del magnífico diván. El nigromante más joven cesó su canto en una cadencia abruptamente rota, pero los cantos solemnes de los otros dos prosiguieron, y los miembros y sentidos de Phariom seguían dominados por un encan­tamiento, imposibilitándole el movimiento.
Lentamente, los vapores se disolvieron como una huida en des­bandada de fantasmas. Phariom vio que la joven muerta, Arctela, se ponía en pie como una sonámbula. Los cánticos de Abnon-Tha, de pie frente a ella, llegaron sonoramente a su final. En el terrible silen­cio que siguió, Phariom escuchó un débil grito proferido por Elaith, y a continuación la jubilosa y ronca voz de Vemba-Tsith, que estaba inclinado sobre ella:
-¡Mirad, oh, Abnon-Tha! ¡Mis hechizos son más rápidos que los vuestros, mi elegida se despertó antes que Arctela!
Phariom quedó liberado de su parálisis, como si el maligno encantamiento se esfumara. Abrió de par en par la pesada puerta de bronce ennegrecido, que chirrió con quejidos de protesta sobre sus bisagras. Empuñando su daga, entró corriendo a la habitación.
Elaith, con los ojos desorbitados por un desconcierto desgarra­dor, se volvió hacia él e intentó en vano levantarse del diván. Arctela, muda y sumisa ante Abnon-Tha, parecía no hacer caso a nada a excepción de la voluntad del nigromante. Era como un hermoso autómata sin alma. Los brujos se volvieron cuando entró Phariom y saltaron hacia atrás con instantánea agilidad, desenvainando las espadas cortas y cruelmente curvas que portaban. Narghai golpeó el cuchillo que Phariom sujetaba entre sus dedos con un rápido revés que impulsó con una maliciosa parábola hacia atrás, y habría mata­do al joven en un abrir y cerrar de ojos si Abnon-Tha no hubiese intervenido ordenándole que se detuviera.
Phariom, furioso pero indeciso ante las espadas en alto, advirtió la mirada de los inquisitivos ojos negros de Abnon-Tha, que se ase­mejaban a los de alguna especie de ave de presa nictálope.
-Me gustaría conocer los motivos de esta intrusión -dijo el nigromante-. En verdad, sois osado al entrar en el templo de Mordiggian.
-Vine en busca de la mujer que yace allá -declaró Phariom-. Es Elaith, mi esposa, que fue reclamada injustamente por el dios. Pero decidme, ¿por qué la habéis traído a esta habitación desde el altar de Mordiggian, y qué clase de hombres sois que podéis revivir a los muertos sacándoles de sus tumbas como habéis hecho con esa otra mujer?
-Soy Abnon-Tha, el nigromante, y estos otros son mis pupilos, Narghai y Vemba-Tsith. Dad gracias a Vemba-Tsith, porque ha sido él en realidad quien ha sacado a vuestra esposa del lugar de los muer­tos con una destreza que supera a la de su propio maestro. ¡La revi­vió antes de que el encantamiento hubiera acabado!
Phariom miró con implacable sospecha a Abnon-Tha.
-Elaith no estaba muerta, sólo en trance -exclamó-. No fue la magia de vuestro pupilo lo que la despertó. Y en realidad, si Elaith está muerta o viva, no es de incumbencia de nadie excepto de mí mismo. Permitid que nos vayamos; deseo sacarla de Zul-Bha-Sair, donde tan sólo somos viajeros de paso.
Y tras pronunciar estas palabras, dio la espalda a los nigromantes y se dirigió hacia Elaith, que lo miraba con ojos aturdidos y pronun­ciaba su nombre débilmente mientras la arropaba entre sus brazos.
-Vaya, qué sorprendente coincidencia -ronroneó Abnon-Tha-. Yo y mis pupilos también tenemos planeado partir de Zul-Bha-Sair, y saldremos esta misma noche. Quizás nos honréis con vuestra com­pañía.
-Os lo agradezco -dijo Phariom con tono cortante-. Pero no estoy seguro de que nuestros caminos coincidan. Elaith y yo quisié­ramos dirigirnos a Tasuun.
-Oh, por el negro altar de Mordiggian, la coincidencia aún es más extraña, porque nuestro destino también es Tasuun. Nos lleva­remos a la joven resucitada Arctela, a la que consideré demasiado bella para el dios carroñero y sus acólitos.
Phariom adivinó el oscuro mal que escondía el empalagoso e iró­nico comentario del nigromante. Además, se había dado cuenta de la señal furtiva y siniestra que Abnon-Tha había hecho a sus ayu­dantes. Sin arma, Phariom tan sólo podía aceptar educadamente su sarcástico ofrecimiento. Sabía muy bien que no se le permitiría abandonar el templo vivo, porque los achinados ojos de Narghai y Vemba-Tsith, que le miraban atentamente, estaban ya encendidos con el rojo brillo del asesinato.
-Vayamos -dijo Abnon-Tha, con voz imperiosa-. Es hora de marchar.
Se giró hacia la figura inmóvil de Arctela y le habló con palabras desconocidas. Con la mirada perdida y pasos de noctámbula, siguió a Abnon-Tha mientras este se dirigía hacia la puerta abierta.
Phariom había ayudado a Elaith a levantarse y en esos momentos le susurraba palabras de ánimo con el fin de apaciguar el creciente terror y confundida alarma que había percibido en sus ojos. Elaith podía andar, aunque vacilante y lentamente. Vemba-Tsith y Narghai se situaron atrás, de forma que Elaith y Phariom les precedieran. Phariom, advirtiendo sus intenciones de matarle en cuanto les diera la espalda, obedeció de mala gana y miró desesperadamente a su alrededor en busca de algo que pudiese usar como arma.
Uno de los braseros de metal, lleno de brasas, estaba junto a sus pies. Se agachó rápidamente, lo levantó entre las manos y se giró hacia los nigromantes. Vemba-Tsith, como había sospechado, ya avanzaba agazapado hacia él con la espada en alto y listo para ases­tarle un golpe. Phariom lanzó el brasero y su centelleante contenido directamente a la cara del nigromante, y Vemba-Tsith se derrumbó dejando escapar un grito terrible. Narghai, mostrando sus fauces ferozmente, saltó hacia delante para abatir al joven indefenso. Su cimitarra brilló con un fulgor perverso entre la siniestra luz de las urnas, al tiempo que la impulsaba hacia atrás para el golpe. Pero el arma no llegó a caer, y Phariom, que se armó de valor ante la inmi­nencia de la muerte, vio que Narghai lo traspasaba con su mirada y se quedaba petrificado por la visión de algún espectro gorgoniano.
Como si estuviera sometido a una voluntad distinta a la suya, el joven se volvió… y contempló a la criatura que había detenido el ata­que de Narghai. Las figuras de Arctela y Abnon-Tha, que se pararon ante la puerta abierta, se recortaban contra una sombra colosal que no estaba producida por nada que hubiera en la estancia. Llenaba los portales de lado a lado, y se alzaba por encima del dintel… y entonces, rápidamente, se tornó en algo más que una sombra: era una masa de oscuridad, negra y opaca, que cegaba los ojos con un extraño deslumbramiento. La criatura parecía absorber las llamas de las rojas urnas y llenar la estancia de un frío de muerte y vacío total. Su silueta era como la de una columna con forma de gusano, enor­me como un dragón, y sus volutas más alejadas seguían brotando de la penumbra del corredor, pero cambiaba de un instante a otro, girando y retorciéndose como si estuviera animado por energías ciclónicas de oscuros eones. Pronto adoptó la apariencia de un gigante demoníaco con una cabeza sin ojos y un cuerpo sin extremi­dades; y, entonces, abalanzándose y expandiéndose como un fuego humeante, invadió la habitación.
Abnon-Tha cayó hacia atrás ante la criatura, vomitando frenéti­cas maldiciones o exorcismos; pero Arctela, pálida, leve e inmóvil, se quedó parada en su camino, mientras la criatura la cubría y rodeaba con un hambriento fulgor, hasta que quedó totalmente oculta a la vista.
Phariom no podía moverse, pues en esos momentos sujetaba a Elaith, que se apoyaba débilmente sobre su hombro como si estuvie­ra a punto de desmayarse. Se olvidó del criminal Narghai, y le pare­ció que Elaith y él eran tenues sombras ante la presencia de la muer­te y la desintegración personificadas. Contempló cómo crecía la oscuridad con las enhiestas llamas devoradoras que se cerraban sobre Arctela, y vio la espiral reluciente de sombríos colores, como el espectro de un sol negro. Durante unos instantes, escuchó un mur­mullo apagado como de crepitar de llamas. A continuación, rápida y tenebrosamente, la criatura retrocedió como la marea baja fluyendo fuera de la habitación. Arctela había desaparecido como un fantas­ma desvanecido en el aire. Transportado por una ráfaga repentina en la que se mezclaba extrañamente el calor y el frío, le llegó un olor acre semejante al que brotaría de una pira funeraria encendida.
-¡Mordiggian! -aulló Narghai, con histérico terror-. ¡Era el dios Mordiggian! ¡Se ha llevado a Arctela!
Su grito pareció ser respondido por múltiples y sardónicos ecos, alaridos inhumanos semejantes al aullido de las hienas, aunque arti­culados, que repetían el nombre de Mordiggian. En la estancia, y procedentes del oscuro pasillo, entraron en tropel criaturas a las que tan sólo sus túnicas violeta identificaban ante los ojos de Phariom como los sacerdotes del dios-demonio. Se habían quitado las másca­ras con apariencia de cráneos humanos, revelando unas cabezas y rostros medio antropomórficos, medio caninos, y profundamente diabólicos. Además, se habían quitado las manoplas de sus manos… Había al menos una docena de ellos. Sus garras curvas brillaban bajo la luz sangrienta como garfios de metal ennegrecidos; sus afilados dientes, más largos que clavos de ataúd, sobresalían de sus labios tor­cidos en una mueca. Cerraron filas como un anillo de chacales alre­dedor de Abnon-Tha y Narghai, acorralándolos en la esquina más alejada. Otros que habían entrado más tarde, cayeron con bestial ferocidad sobre Vemba-Tsith, el cual había comenzado a despertarse gimiendo y retorciéndose en el suelo entre los carbones esparcidos del brasero.
Los sacerdotes parecían ignorar a Phariom y Elaith, que perma­necieron de pie atónitos como en un maligno trance. Pero el diablo más rezagado, antes de unirse a los atacantes de Vemba-Tsith, se giró hacia la joven pareja y se dirigió a ellos con una voz ronca y hueca, como un ladrido reverberando en el interior de una tumba:
-Marchad; Mordiggian es un dios justo que sólo reclama a los muertos y no pide nada de los vivos. Y nosotros, los sacerdotes de Mordiggian, nos ocupamos a nuestra manera de aquellos que violan su ley al sustraer muertos de su templo.
Phariom y Elaith, aún apoyada en su hombro, salieron al oscuro corredor, y todavía retumbaba en sus oídos el espeluznante clamor en el que se entremezclaban los gritos de los hombres con gruñidos semejantes a los de chacales, y una risa semejante a la de las hienas. El clamor cesó cuando entraron en el santuario con luz azulada y lo atravesaron hacia el pasillo exterior, y el silencio que invadió el tem­plo de Mordiggian a sus espaldas era profundo como el silencio de los muertos sobre el negro altar.

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