Y cómo no, una de fútbol

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Y cómo no, una de fútbol (Homenaje al Flaco Pellegrino)

El referee[1] acaba de señalar la conclusión del encuentro. Tres pitidos sonoros, el último más prolongado que los dos precedentes, ejecutados a pleno pulmón con las escasas fuerzas que le quedaban y sentidos por todos los presentes en la cancha. Los silbos me han parecido lo más salvador que me podía acontecer y, al mismo tiempo, el hecho más descorazonador. ¿Por qué una misma acción puede llevar consigo ambos extremos? ¿Por qué tres simples silbos pueden significar al unísono el alivio y el desconsuelo de tanta bulla?

Veo cómo los dos volantes de mi equipo caen derrengados sobre la hierba: se han dado una soberana paliza. Por los gestos de dolor que hace, uno de ellos debe tener calambres en los gemelos; aunque no me extrañaría que se le encalambrasen[2] hasta las pestañas. El otro, que entró en la media parte, no puede ni con su alma; intenta tomar aire, pero éste se le escapa como a un flotador pinchado. Mientras me dirijo al lugar que van ocupando los miembros del plantel[3], saludo a uno de los punteros rivales, el que se ha incorporado después, muy rápido y latigudo[4], que se ha tirado corriendo sin parar hasta el final del match y que ha terminado por antipatizarme, provocando faltas inexistentes al borde del área. Su origen le delata; cuadraría el arquetipo de oficial de las SS si vistiese con uniforme negro: alto, entelerido, royo[5] y de ojos azules; marcial y enérgico; gesto atorunado[6] y de desconfianza. Sólo le falta taquear[7] y extender el brazo derecho.

Lentamente los jugadores, ensopados[8] por el sudor, van llegando al sitio elegido. Como viejos elefantes moribundos alcanzando el mítico cementerio de paquidermos, tan mencionado en las películas con temática africana, mis compadres se dejan vencer, uno tras otro, por el cansancio y la fatiga, y se tienden sobre la hierba que, con la noche, resulta cada vez más húmeda y fría.

La tensión no es disimulada por el agotamiento: se refleja en el rostro sudoroso de todos nosotros. Me imagino que a mí me ocurrirá lo mismo que a los demás. Siento que mis músculos faciales, sobre todo los empleados para masticar, están algo rígidos. Nuestro lateral derecho mira fijamente a un punto indefinible en el espacio; tiene los ojos tan abiertos que parece que van a salírsele de las cuencas. Pero creo que el más nervioso, y el que más intenta concentrarse ante la inevitable situación que se presenta, es nuestro arquero. De por sí es un gallego[9] pasional y nervioso al que le entusiasman los retos, y éste que se avecina puede que sea el más grande que se presente en toda su carrera deportiva. Ciertamente, es el mayor para todos nosotros. ¡Carajo, qué es una final de Champions! Su corazón debe haber amuchado[10] el número de pulsaciones, que seguro serán exageradas. Cierra sereno los ojos azules y desorbitados para inhibirse de la balumba[11] que nos rodea. Será todo lo ideático[12] que sea; pero es brillante a la hora de detener penales, ya lo ha demostrado en otras manos. Es ahora cuando realmente tiene que hacerlo, ahora es cuando se le necesita de verdad.

¡Maldita sea; no tengo ni saliva que escupir! Necesitamos aire, agua, palabras de ánimo, masajes en las canillas[13]

Los masajistas, nuestros machis[14] particulares, se esfuerzan en atirantarnos[15] las extremidades inferiores y relajarnos así los músculos, cargados y rígidos como piedras; saben que de su trabajo depende buena parte del resultado final.

El mister se encuentra sólo, reflexiona, camina meditabundo; se muestra tan serio como de costumbre, si no más. Su mocha estará haciendo eléctricas cábalas; sus conexiones nerviosas viajarán al doble de la velocidad habitual, buscando la combinación de jugadores correcta, analizando todos los factores que pueden influir en el destino de un lanzamiento. El estado físico puede afectar al estado mental, y viceversa: una mente presionada puede enviar al limbo la mejor de las técnicas. Su figura alargada y entelerida, el corte de su cabello cano y su apostura retobada[16], me fuerzan a compararle con el monje franciscano, teólogo pragmático y deductivo, de la novela de Eco El nombre de la rosa. El mister habrá podido recibir numerosos calificativos desde diferentes medios y fuentes, detractores acérrimos o partidarios entusiastas; pero, a mi modo de ver, es un Guillermo de Baskerville de la estrategia balompédica.

Algunos de los nuestros saben con certeza que estarán en la nómina de elegidos; otros, los hombres del banco, se sienten aliviados, no serán los héroes, pero tampoco los que cometan los yerros. Al resto nos come la eterna duda: ¿Nos tocará lanzar?

Sé que el bachicha[17] está loco por ser uno de los escogidos. Siempre sediento de gloria y protagonismo; hasta ahora rebosa confianza y autodominio; pero tanta euforia ¿no puede resultar contraproducente? Masca goma con chulería; no cabe duda imaginarte de dónde es: se convierte en el típico tópico. No quiero pensar en si errara, en cómo se pondría; aunque sé que es capaz de afrontar la adversidad con su incombustible imagen de socarronería. A pesar de ella, es un tipo genial que da la cara en todo momento por sus compañeros.

Veo que uno de mis coterráneos anda tocado; de los otros dos, uno fue sustituido al descanso, el otro tuvo que retirarse lesionado en el noventa, puede que con una gambeta[18]. El problema de su lesión lleva tiempo dándole auténticos quebraderos de cabeza; no le deja rendir al máximo y le preocupa. Durante el juego no para de ajear[19] groseros brulotes[20], tanto a rivales como al referee y a los abanderados[21], dando el aspecto de estar fuera del juego; pero en momentos como éste siempre aparece para demostrar lo que vale. Sé que será uno de los escogidos por el mister y que su lanzamiento irá a la red. Patea fuerte el cuero, a veces arriba y otras abajo, por lo que el arquero rival tiene difícil hacerse una idea de adónde lanzará.

El «capi», sereno y cerebral, recibe masajes para relajar sus canillas agotadas mientras dirige sus redondos ojos oscuros, bajo su rubio y laso cerquillo, hacia los primeros escalones de aproches[22] a la negra boca del túnel de vestuarios. Cada uno fija su vista en un punto determinado del espacio infinito en busca de la necesaria y ansiada concentración. Yo, sin embargo, contemplo cómo actúan mis compañeros. El «capi» lanzará probablemente el primero; es una apuesta segura. La técnica de sus lanzamientos es increíble: calotea[23] al arquero y espera que caiga a un lado, lanzando después, raso, al palo contrario con la mayor suavidad posible. Así ha marcado durante el choque. Me recuerda ejecutando los penales a un jugador de Newell´s de cuando yo era chico; aquí lo más parecido que he visto, en vídeos antiguos, ha sido a Gallego, el del Madrid de los ochenta. Lento, muy lento, se acercaba al cuero y lo pateaba una vez tendido el arquero. Estoy convencido de que el «capi» marcará también.

Los restantes lanzadores son una incógnita que sólo conoce nuestro mister. El orden de lanzamiento es otro enigma. ¿Es mejor lanzar el primero o el último? El primero tiene la inevitable obligación de lanzar; el último puede que no lo haga si el enfrentamiento se ha resuelto en los cuatro lanzamientos anteriores. Pero quizá sea él quien decida todo: tornar la brillante victoria por la desconsoladora derrota. No me gustaría ser ese hombre, estar en el pellejo de esa persona. No sé si sería capaz de aguantar tanta presión…

Imagino que los rivales se encontrarán como nosotros, tomando aire y pensando en lo mismo. ¿Quiénes compondrán su quinteto de lanzadores? Tienen gente canchera[24] para estas circunstancias; aunque una cosa es la teoría y otra la práctica. Recuerdo cómo Diego falló su lanzamiento en las semifinales del campeonato de Italia, y a Baggio en el Rose Bowl, con su coletilla trenzada en forma de azotera[25], lanzando a las nubes ante el brasileño Taffarel. Hasta los mejores pueden errar en momentos de este calado.

Los flashes de las cámaras fotográficas deslumbran y latean[26] continuamente; es difícil mantenerse concentrado ante tanto destello intermitente. La tensión parece abordar todo el estadio; ambas aficiones comparten con nosotros, los futbolistas, la preocupación y el nerviosismo. Han hecho muchos kilómetros para llegar acá. Los cánticos fervorosos de los barras[27] han languidecido a la par que los tensos minutos del tiempo extra han ido transcurriendo lentamente. El chucho[28] a encajar el «gol de oro» ha podido con los dos planteles y con las dos aficiones (la amarga imagen del checo Kouba escapándosele el cuero rematado blandamente por Bierhoff en la final de la Eurocopa de Inglaterra y, todavía más próxima, la del derrotado Alavés tras haber empardado[29] en el descuento de la final de la UEFA contra el Liverpool, me han venido a la mente en un par de ocasiones, mientras corría aún sobre la hierba de la cancha); pero el otro chucho ya esta aquí: el chucho a los penales.

El mister ya conoce el nombre de los lanzadores. Los manifiesta con seriedad, con su voz cavernosa y envolvente, algo rasgada por el tabaco. El grupo le escucha atendido. Gestos de asentimiento y aceptación en los fijos ya conocidos; gestos de asentimiento y aceptación en los reclutados por la arreada[30] ocasional; gestos de asentimiento y aceptación en los no escogidos, acompañados por imperceptibles muecas de alivio. Estoy entre ese grupo. Lamento no lanzar, pero también me alegro de no hacerlo.

El referee llama a los dos capitanes; deben sortear qué equipo lanzará primero y en qué arco se hará. Arroja de nuevo la moneda al aire, como hiciera ciento veinte minutos antes del inicio del juego. Como testigos, los abanderados. No sé a ciencia cierta quién ha vencido el sorteo; pero, finalmente, se lanzará en el arco donde marcaron ellos su gol. También serán ellos los que lancen en primer lugar. Nos acercamos hasta el círculo central; los rivales hacen lo mismo. Caminan despaciosos dos anómalos cortejos de individuos agotados; unos descalzos, plantando los pies magullados sobre el aterido césped; otros huérfanos de espinilleras. Se aprecian toallas sobre los hombros al estilo de doloridos boxeadores zarandeados a la espera angustiosa de las puntuaciones del jurado tras una pelea pareja. Ambos cortejos se sitúan, en el casi perfecto círculo encalado, como dos ejércitos que vayan a firmar un tratado de paz. Pese a todo, los intentos de aproximación quedan en eso, en meros intentos de concordia. El partido no ha terminado todavía; seguimos siendo rivales. A los dos planteles nos separa una docena de metros, como si entrambos existiera un arrimo[31] invisible.

Uno de los compañeros grita para dar ánimos; nos ponemos en pie y, abrazados, formamos una línea paralela al arco; el abrazo que tanto se ha puesto de moda en las tandas de penales desde que los brasileros lo hicieron en la final del noventa y cuatro. Hacia el arco elegido se dirigen los primeros protagonistas acompañados por el referee: los dos arqueros y el primer lanzador de ellos. Los abanderados han tomado posiciones, uno al borde del área y el otro en la línea de fondo: serán los testigos que todo lo anoten.

No tengo ganas de mirar; pero me corroe todavía más el conocer de inmediato el resultado de los lanzamientos. Prefiero ser testigo directo; es el morbo o algo así. Es cómo la sensación que despierta en uno ver una situación desagradable o violenta. No nos agrada el acto mismo; pero sí el hecho de presenciarlo para poder censurarlo y sacar nuestras propias conclusiones. Seguramente esto formará parte de algún estudio de psicología y ya habrán sacado los expertos una teoría sobre ello.

En la distancia, nuestro arquero parece tan seguro de sí mismo… Por alguna razón creo que la pasada noche, mientras morrongueaba[32] como los demás, porque estoy seguro que ninguno de nosotros pudo dormir bien, soñó con este momento; estaba convencido que llegaríamos a la ronda de penales. Espero que esté convencido también que detendrá un par de ellos.

El primer lanzador de ellos es uno de los brasileros del plantel; el que entró ya iniciado el encuentro. Nuestro arquero no deja de mirar el cuero. Indica al referee que éste no está bien ubicado en el punto de penal. El referee le ignora y le obliga a situarse bajo los palos. Sigue insistiendo en su protesta; finalmente el referee termina por abdicar ante la persistente petición y fuerza al carioca a situar el cuero perfectamente sobre la cal. Toda la parafernalia, el juego del despropósito y la baza de «sacar de quicio» ha terminado. El lanzador toma la carrera definitiva. Alguno de nosotros reza despacio[33]. El arquero continúa sin perder de vista el cuero. Ya jala. Y el carioca lanza… ¡Balón fuera! Por encima del arco.

¡Cogemos ventaja!

Nuestro arquero grita de rabia y júbilo. El cambullón[34] que ha montado ha dado sus frutos. El primer paso está dado, y es bastante auspicioso. Andando despacio, abombado[35] y con la cabeza gacha, regresa el lanzador. Su rostro es la viva imagen del dominguejo[36] y el macaneo[37]. Como él, todos sus compañeros reflejan el desánimo y el abatimiento. Intertanto, el bochinche[38] en nuestra zona es tremendo: tremolan banderas y bufandas, tronan trompetas.

Allá va el «capi». Esto es gol seguro. El arquero rival, frío como el hielo, le observa detenidamente. Intentará barajar el lanzamiento. El prenombrado es un guarango[39]; es bueno pero es un palangana[40] redomado. La echada[41] de dragonear[42] acerca de ser el mejor arquero del mundo me parece una monada[43] sólo propia de él; aparte no ha dejado de protagonizar mitotes[44] durante todos los choques previos.

El «capi» coloca el cuero, toma carrera… El arquero cae a un lado; el balón al otro palo, lentamente. ¡Gol! La posibilidad de ventaja se ha materializado. Uno-cero para nosotros.

Su segundo lanzador ya se dirige a la zona del área. Nuestro arquero, destacado por su pelada amelcochada[45], intenta repetir el juego del balón mal situado. Esta vez, el referee holandés ni caso. Toma carrera, se aproxima al cuero y patea fuerte… Imposible barajarlo. Uno-uno. Ahora se escucha el barullo de la zona rival. El color rojo se bate en el aire.

Turno ahora para el nórdico pardo[46]. Su designación me resulta una sorpresa, aunque imagino que también lo habrá sido para todos los demás. El que ha quedado fuera del quinteto ha sido mi compatriota. No sé qué tal lo habrá tomado; seguramente estará embroncado y muy ardido. El macuco[47] norteño es grande y morocho[48], algo más que yo. Le veo sereno y confianzudo; pero ¿ha sido correcto incluirle entre los lanzadores? En los entrenos no lo hace mal; aunque no es un macanero tampoco es un canchero, y menos en una situación tan extrema. Ahora veremos; esperemos que el mister no haya cometido una loquera. Coge amplia carrera y arranca con sus desgarbadas canillas. Lanza al lado derecho; el arquero se lanza también a ese lado… ¡Gol! Por suerte, el cuero iba fuerte y ajustado al palo. El arquero no ha tenido oportunidad. Dos-uno. Seguimos en ventaja.

Es el turno de uno de sus punteros: el de las SS. Su chatre[49] caminar impresiona. Coge el cuero decidido y lo coloca en el punto de cal. Se dispone a lanzar. Lo hace. Nuestro arquero adivina la trayectoria; pero el cuero entra en el arco. Dos a dos. Los gestos de rabia de nuestro meta se exteriorizan en palmadas y gritos de furia. Estuvo muy cerca de barajarlo.

Le toca al ex yugoslavo. El petiso[50] se despezuña[51] hacia el área con su paso cambado[52]. Ha entrado en la segunda mitad, tras el entable[53], y, a pesar de su frescura, tuvo dos claras ocasiones que desaprovechó; con toda seguridad habrán enseriado bastante al mister. Ahora va a lanzar uno de los penales. Es uno de los especialistas de nuestro plantel. Toma escasa carrera y muy centrada. Es izquierdo. No me gusta cómo se sitúa. Se mesa su negro cadejo[54]. Inicia la estampida y lanza muy centrado… El arquero lo ha detenido. ¡Dónde vas frangollón[55]! Creo que se ha festinado[56] al lanzar. La balumba se desata en la zona rival; el silencio ocupa la nuestra. Seguimos dos a dos; pero hemos perdido nuestra ventaja.

El próximo lanzador de ellos es uno de sus centrales. Este fin de semana le dio el campeonato de liga a su equipo con un gol en el añadido. Mide su carrera. Nuestro arquero repite su ritual a cada penal. Seca sus guantes con la toalla, que deja después prendida en la red; luego se coloca y espera el lanzamiento hasta el último instante. El defensa rival lanza. El balón va a la derecha, algo centrado… El cuero sale rebotado: nuestro arquero lo ha barajado. La bulla estalla una vez más en nuestro lado; el silencio donde el rival. Continúa el dos a dos.

Momento para el bachicha. Ambicionaba este momento. Continúa mascando goma con pachocha[57]. También es izquierdo. La mirada de los dos protagonistas de la escena se cruza durante unos segundos; son temperamentos tan fuertes que parecen odiarse. Suena la silba del referee. El arquero se menequea[58] afaroladamente[59]. Llega la estampida y el posterior disparo, una especie de fuetazo[60] potente y centrado. El arquero cae a un lado, pero toca el cuero con las canillas. Éste sale hacia arriba y golpea el larguero. Bota en el suelo. Instante de duda para los que estamos en la distancia. ¿Ha penetrado? ¿Sobrepasó la línea de gol? El bachicha se tira de su chasco[61] cabello. Sigue mascando. El fanfarrón arquero grita de alegría. ¡No ha sido gol! El dos a dos parece no querer moverse. Bullicio y mudez en cada zona correspondiente.

El quinto penal. Es el turno del capitán de ellos. Marcó también de penal durante el encuentro. Es el mejor jugador de su plantel; lento, pero bien situado en todo momento. Ya espera a nuestro arquero en el punto de penal; espigado y colorado por el esfuerzo de tantos minutos. Refleja una determinación increíble. El referee da su conformidad. Chuta raso; el cuero a un lado, el arquero a otro… Gol. Es el primero que consigue engañar con notoriedad a nuestro meta. Mudez y bullicio de nuevo. Dos a tres. Ahora la ventaja la gozan ellos.

Nuestro quinto penal. Necesitamos marcar, si no, se acabó. El atrenzo[62] en el que estamos nos ahoga. Otra vez tan cerca pero tan lejos. El escogido es uno de los gallegos; es nuevo este año en el plantel. Empeñoso como el que más y siempre generoso en su esfuerzo. ¡Tiene que anotar! Se le ve tranquilo. El arquero teutón le espera; sabe que va a detener algún lanzamiento y puede que sea éste. El gallego coloca el cuero, firme. Mide sus pasos. Ha tomado una buena distancia. La silba del referee. Trota y golpea… ¡¡Goool!! Tenía que gritarlo; medio estadio lo ha gritado también. Aún estamos vivos; hemos igualado. El gallego devuelve[63] derecho[64] y eufórico; ha hecho su trabajo.

Es turno para el gabacho pequeñito; uno de los mejores del mundo en su puesto. Campeón del mundo, bárbaro. Mi compadre le aguaita[65] con rencor desde donde estamos. Protagonizaron un atracón[66] bastante fuerte hace un par de años, cuando ambos militaban en clubes diferentes de acá, de España, donde terminaron por engarzarse a bollos[67]. Coge el cuero acelerado y lo sitúa en su lugar. La expresión de su rostro es de susto y su color es algo jipato[68]. No duda cuando el referee silba; patea fuerte el cuero, abajo y a un lado… Gol. Otra vez no podemos errar.

El mister señala a mi cumpa[69] rosarino[70]. En sus ojos chinoides se refleja su bronca[71]. Al final va a lanzar; por suerte es un hombre de garantías. Pero ¿y si hubiese sido incluido en el quinteto? ¿Lo tendríamos ya hecho? Son interrogantes que no tendrán respuesta. Se aproxima lento y relajado al punto de penal. No levanta la testa hasta que llega al lugar fatídico. Coloca la bola con ceremonia. El arquero le observa cómo retrasa sus pasos. Pita el referee. Carrera y disparo seco. Abajo, raso y a la zurda del arquero. La estirada no le sirve de nada. ¡Gol!

Hemos entablado nuevamente el marcador. Veo cómo algunos compañeros se acollaran[72] de alegría. La responsabilidad cae ahora en el plantel rival. Cada vez restan menos lanzadores en la nómina de ambos planteles. Quedamos cuatro sin contar a los arqueros: tres defensas y un mediocampista.

El siguiente lanzador de ellos es otro de los centrales, un teutón bezudo[73], de gesto apajarado[74]. El caima[75] marcha tranquilo; del mismo modo coloca el cuero en su lugar y espera la indicación del referee. No tiene aspecto de ser un especialista. La confirmación se produce y trota hacia el cuero. Chuta y… anota. La bola ha ido al lado contrario que el guardavalla[76]. Nuestro arquero no deja de mostrarse arrabiatado: el cara de bobeta[77] le ha dado calote.

El mister se acerca serio al ya escaso grupo de exentos. No dice nada; no quiere fletar[78] a nadie. El siguiente ha de acomedirse[79] por voluntad propia. Me temía este momento. El serbio bellaquea[80]: tiene una mala experiencia pasada (perdió una liga a causa de su yerro); el gabacho africano no cree verse capacitado; el che guarda silencio. La batata[81] nos impide reaccionar a todos. Atortolado doy mi aceptación; no estoy dispuesto a apochongarme[82] ya que no soy ningún cangalla[83]. Pese a todo, siento una incómoda agriera[84] en el estómago: ha de ser la tensión del momento. Las miradas de mis compadres se clavan en mí dándome su apoyo, o quizá su extrema unción; escucho palabras de ánimo que no logro identificar. «¡Vamos Flaco[85]!», grita alguien.

Me aproximo al área de penal y no dejo de darme vueltas pensando por qué he dado mi aceptación para lanzar. El arco parece hacerse más chiquito a cada paso que doy; pero tengo en fija[86] que marcaré. Hace rato que dejé de atender al embullo[87] del graderío. Ahora me apercibo que el referee es más grueso de lo que creía y el arquero tiene un gesto, si cabe, más desagradable de lo que pensaba. Tampoco pretendo mirarle demasiado; seguro que intentará ejercer sobre mí el famoso payé[88] del arquero. A unos metros, mi guardavalla me observa con expresión de confianza, o eso creo. Pongo el cuero, (¡está húmedo!), en el lugar reglamentario, ignorando al dichoso guarango, y camino unos metros hacia atrás como si fuese un autómata. Tengo un poco de sequía en el paladar. No sé cómo voy a lanzar: fuerte o tocadita; a un lado o al centro; raso, a media altura, arriba… Mi lanzamiento perfecto lo he ejecutado en mi cabeza cientos de veces. Es abajo, a la derecha del arquero, mi lado natural, ajustado al palo. Decenas de veces he visto a futbolistas como Penev y Suker, zocatos como yo, ejecutarlo de ese modo con una maestría supina; aunque el penal más grandioso que jamás he visto es el que efectuó el hasta aquel momento desconocido Panenka. ¡Che, qué pelotudo! ¡Y en una final!

El referee silba. El momento ha llegado. Es mi hora; no puedo errar. ¿Y si lanzo al centro? Los arqueros suelen caer a los lados. Esto me viene en la carrera. Pasa un segundo. Finalmente, allá voy. «Adelante, Mauricio; vos podés hacerlo.»

[1] Árbitro.

[2] Encalambrarse: Amér. Entumirse, aterirse.

[3] Plantilla.

[4] Amér. M. Correoso.

[5] Rubio o rojo.

[6] Hosco o serio.

[7] Taconear.

[8] Ensopar: Amér. Empapar, poner hecho una sopa.

[9] Amér. desp. Español.

[10] Aumentado, multiplicado.

[11] Batahola, barullo.

[12] Venático, caprichoso, maniático.

[13] Piernas.

[14] Curanderos.

[15] Atirantar: Estirar a una persona en el suelo, sujetándola las manos y los pies.

[16] Enojado, enfadado con taimada reserva.

[17] Apodo con que se designa al italiano.

[18] Amér. Esguince, quiebro del cuerpo. Se aplica en particular a los jugadores de fútbol.

[19] Proferir palabrotas.

[20] Dicho ofensivo, palabrota.

[21] Amér. En el fútbol, juez de línea.

[22] Amér. Entrada, vía de acceso.

[23] Calotear: Dar calote, estafar.

[24] Ducho y experto en determinada actividad.

[25] Amér. M. Látigo de varios ramales.

[26] Latear: Dar la lata, molestar, fastidiar.

[27] Hooligans.

[28] Miedo.

[29] Empardar: Empatar, igualar.

[30] Reclutamiento militar.

[31] Cerca que divide las heredades.

[32] Morronguear: Dormitar.

[33] En voz baja.

[34] Enredo, confabulación.

[35] Dícese del que está ebrio, aturdido o entontecido.

[36] Persona insignificante, pobre diablo.

[37] Macanear: Hacer mal alguna cosa.

[38] Tumulto, barullo.

[39] Incivil, maleducado.

[40] Fanfarrón, pedante.

[41] Fanfarronada.

[42] Dragonear: Alardear, jactarse.

[43] Presunción.

[44] Bulla, pendencia.

[45] De color rubio.

[46] Dícese del mulato o persona de color.

[47] Muchacho grandullón.

[48] Dícese de la persona de tez morena.

[49] Amér. M. Elegante, acicalado.

[50] Amér. M. Galic. por pequeño, bajo, rechoncho.

[51] Despezuñarse: Amér. y An. Caminar muy de prisa.

[52] Patizambo.

[53] Amér. y An. Empate.

[54] Melena, guedeja.

[55] Dícese de quien hace de prisa y mal una cosa.

[56] Apresurar, precipitar.

[57] Pachorra.

[58] Menequear: Mover repetidamente una cosa de un lado a otro.

[59] Afarolarse: Amér. Hacer aspavientos.

[60] Amér. Latigazo.

[61] Dícese del cabello crespo y recio.

[62] Amér. Conflicto, dificultad, apuro.

[63] Devolver: Amér. Retornar, dar la vuelta, regresa.

[64] Amér. Contento, afortunado, dichoso.

[65] Aguaitar: Amér. Acechar.

[66] Pelea, riña encarnizada.

[67] Puñetazos.

[68] Dícese de la persona de color amarillento.

[69] vulg. Amé. Compadre, padrino, amigo, camarada.

[70] Natural de Rosario, Argentina.

[71] Enojo, enfado, rabia.

[72] Acollarar: Chi. Asirse al cuello de alguno.

[73] Grueso de labios.

[74] Aturdido, distraído.

[75] Soso, desabrido.

[76] Portero.

[77] Bobalicón.

[78] Chi. y Ur. Enviar a alguien a alguna parte en contra de su voluntad.

[79] Acomedirse: Amér. Prestarse espontáneamente a hacer un servicio.

[80] Resistirse a hacer algo una persona.

[81] Apocamiento, falta de palabras o de reacción a causa de turbación o desconcierto.

[82] Apochongarse: Amilanarse.

[83] Persona cobarde.

[84] Acedía de estómago.

[85] Apodo con el que se conoce al futbolista Mauricio Pellegrino.

[86] En fija. Con seguridad.

[87] Bulla, broma, jarana.

[88] Brujería, sortilegio, hechizo.

Interplanetaria

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